El hombre muerto apareció en la playa de Somerton, Adelaida, en Australia Meridional. Estaba muy bien vestido y su cuerpo no tenía ninguna señal visible de violencia, hasta se podía decir que en su rostro había quedado congelado por la muerte un gesto de placidez.
Por infobae.com
A primera vista se podía calcular que tenía entre 40 y 45 años y que estaba en muy buen estado físico. Medía un metro ochenta, tenía los ojos color castaño claro, pelo de un rubio algo grisáceo, hombros anchos, ni rastros de barriga y unas manos y uñas impecables que denunciaban a alguien que no hacía trabajo manual. Tampoco tenía cicatrices. Ni una.
La ropa que vestía parecía cara y de buena calidad: una camisa blanca, corbata combinada en rojo y azul, pantalón marrón, medias y zapatos. Lo más llamativo era que, aunque en esos días hacía mucho calor, tenía puesto un pulóver marrón y un saco gris de corte europeo.
Lo descubrieron acostado boca arriba sobre la arena, con la espalda y la cabeza apoyadas en una roca, a las seis y media de la mañana del 1° de diciembre de 1948 y la policía, que no demoró en llegar, anotó que llevaba un cigarrillo Kensitas acomodado sobre la oreja derecha, y un atado de cigarrillos Army Club -pero con Kensitas en su interior – en uno de los bolsillos del saco, junto con una caja de fósforos y un paquete de chicles.
En otro bolsillo había dos pasajes –uno de micro y otro de tren- y un papel con una inscripción misteriosa: tamam shud, “está terminado” en farsi.
Eso ya era raro, pero más sospechoso aún fue comprobar que ninguna de las prendas tenía etiquetas, habían sido prolijamente cortadas como si alguien hubiera querido ocultar su origen.
De no ser por eso, el caso podría haber sido rápidamente cerrado como muerte natural o, en última instancia, como un suicidio.
En cambio, la identidad y causa de la muerte del “Hombre de Somerton”, como se lo llamó a falta de un nombre, se transformaron en un misterio que dio lugar a decenas de especulaciones y demoró 73 años en ser desvelado, aunque no del todo.
Identificaciones fallidas
Al día siguiente, los dos diarios de Adelaida, The Advertiser y The News, publicaron la noticia aunque sin fotos del hombre muerto.
Los dos citaban fuentes de la investigación policial, pero The Advertiser parecía tener mejor información que su competidor, incluida la identidad del muerto.
Bajo el título “Cadáver descubierto en la playa”, resumía: “Ayer por la mañana se descubrió un cadáver, presumiblemente de E.C. Johnson, de unos 45 años, de la calle Arthur, Payneham, en la playa Somerton, frente al Crippled Children’s Home. Fue descubierto por el Sr. J. Lyons, de la calle Whyte, Somerton. El detective H. Strangway y su ayudante J. Moss están investigando”.
Esa misma tarde, un hombre indignado que se presentó en la comisaria como E.C. Johnson pidió que desmintieran la noticia porque, como podían ver, estaba vivito y coleando. Los investigadores, entonces, decidieron darle una foto del cadáver a The News para que la publicara en un intento de que alguien pudiera identificar al hombre de la playa. A The Advertiser, en cambio, no le dieron nada por haber publicado una información que no estaba confirmada.
El 4 de diciembre la policía informó que las huellas dactilares del hombre no estaban en los registros de la policía de Australia del Sur, y que iba a investigar fuera de la región.
Un día después, The Advertiser anunció que la policía estaba buscando información en archivos militares después de que un hombre dijera que estuvo bebiendo con una persona muy parecida al muerto en un hotel de Adelaida el 13 de noviembre. Mientras bebían, el hombre misterioso sacó una tarjeta de pensión militar que tenía impreso el nombre “Solomonson”.
En los dos meses siguientes se hicieron ocho “identificaciones” más, todas fallidas. El “Hombre de Somerson” fue sucesivamente un leñador llamado Robert Walsh, de 73 años, un marinero que había caído de un barco de vapor, un cuidador de caballos, un viajero sueco, un empleado de una empresa británica y tres personas más.
La autopsia
La autopsia tampoco sirvió para clarificar la causa de la muerte. El informe del patólogo policial Dwyer dictaminó que, entre otras cosas, el muerto misterioso tenía un “corazón de tamaño normal y era normal en todos los demás aspectos” aunque sufría una “hemorragia gástrica aguda, congestión extensa del hígado y el bazo, congestión cerebral”.
Nada que pudiera determinar cómo había muerto. Si pudo establecerse que su última comida había sido una empanada lo que, por alguna razón que no explicó, hizo que Dwyer sostuviera: “Estoy convencido de que la muerte no fue natural, supongo que el veneno utilizado puede haber sido un barbitúrico o un hipnótico soluble” introducido en la empanada. Pero lo cierto es que en el cuerpo no se encontró ningún rastro de veneno.
En febrero, los investigadores manejaban tres hipótesis, sin poder avanzar en ninguna. La primera era que había fallecido por muerte natural; la segunda apuntaba a un hombre llegado de otra ciudad por asuntos amorosos que pudo haber sido asesinado aunque no se supiera cómo. La tercera era la más interesante y la que más espacio ganó en los medios que seguían el tema porque, en plena Guerra Fría, sonaba lógica: el muerto era seguramente un espía y había sido asesinado por otros espías con un método que no dejaba rastros, como suelen hacer los espías cuando matan a otros espías en las novelas de espionaje y también en la vida real.
Una valija en la estación
El caso pareció dar un gran paso hacia su resolución cuando, el 14 de enero de 1949, el personal de la estación de trenes de Adelaida avisó a la policía que había una valija que estaba guardada en una taquilla desde el 30 de noviembre anterior y nadie había retirado.
En la valija –en realidad un maletín grande– había una robe de chambre, un par de pantuflas rojas talla 7, cuatro calzoncillos, dos pijamas, navaja y crema de afeitar, un pantalón marrón con restos de arena en el dobladillo, un destornillador, un hilo de coser Barbour, unas tijeras muy afiladas, un cuchillo de mesa que había sido recortado para, supuestamente, convertirlo en un arma, y un libro, “El Rubaiyat” de Omar Khayyam.
Los investigadores repararon en una serie de datos significativos: el pasaje de tren que tenía el “Hombre de Somerton” había sido comprado en esa estación ferroviaria, todas las etiquetas de la ropa menos una estaban cortadas, la talla de las pantuflas coincidía con la del cadáver, el hilo Barbour era el mismo que se había usado para coser un bolsillo del saco del muerto y –lo más importante– y que las últimas palabras de “El Rubaiyat” eran las mismas que estaban escritas en farsi en el papel encontrado en el bolsillo: “tamam shud” (“está terminado”).
El libro aportó dos elementos más. En la última página había escritas a mano cinco líneas de letras en mayúsculas, de las cuales la segunda estaba tachada:
WRGOABABD
MLIAOI
WTBIMPANETP
MLIABOAIAQC
ITTMTSAMSTGAB
Si era un mensaje en código, nadie pudo descrifrarlo.
Además, se encontró en la parte trasera del libro un número de teléfono. Pertenecía a una enfermera vivía en la calle Moseley, Glenelg, a unos 400 metros del lugar donde fue encontrado el cuerpo.
La enfermera y el espía
La policía la visitó en su casa y la mujer, llamada Jessica Thompson, se puso extremadamente nerviosa y les pidió que volvieran cuando su marido se fuera a trabajar.
Cuando volvieron les dijo que en 1945 le había regalado el libro a un teniente del Ejército llamado Alfred Boxall, quien servía en la Sección de Transporte Marino de la Armada Australiana. Relató que dejó de ver a Boxall al terminar la guerra y que poco después se casó. Casi había olvidado al militar cuando, en 1948 –no recordaba exactamente en qué mes– el hombre la había llamado por teléfono, pero ella le dijo que no podía verlo, que estaba casada. Ese, les aseguró, fue su único contacto.
Los investigadores no le creyeron. De pronto, las dos hipótesis parecían confluir: evidentemente, el hombre era un espía, porque era militar y había escrito un mensaje en código en el libro; y además era –o había pretendido ser– amante de la mujer. Tal vez esto último le había costado la vida cuando quiso volver a verla.
Lo seguro era que tenían un nombre, Alfred Boxall, y dónde rastrearlo, en la Armada. Cuando pidieron información a la marina recibieron una sorpresa: sí, Boxall había revistado en sus filas y se había retirado, pero no estaba muerto sino vivo, porque seguía cobrando su pensión de retiro.
En cuanto a qué funciones había cumplido el teniente Boxall en la Armada, esa era información clasificada, pero sí podían decirles cómo localizarlo.
El exmilitar trabajaba ahora en una compañía de transportes, donde tenía un alto cargo, y se alegró de confirmarles a los investigadores que estaba vivo, como podían ver y palpar. Les confirmó que había llamado a su exnovia enfermera pero que cuando ella le dijo que estaba casada desistió de volver a verla. Y sí, ella le había regalado ese libro, pero lo había perdido, no recordaba dónde ni cuándo.
Le preguntaron también por el supuesto mensaje en código escrito en la última página. No recordaba haber escrito algo así y no tenía idea de qué podía significar, les respondió.
Todos los caminos estaban cerrados. Interpol y el FBI habían chequeado en sus registros las huellas digitales del muerto sin ningún resultado.
El cuerpo del hombre fue embalsamado para que la policía tuviera más tiempo para identificarlo, y se hizo un yeso de su rostro, para recordar cómo era su aspecto.
Finalmente lo enterraron en el cementerio de West Terrace de Adelaida bajo una lápida con la frase: “Aquí yace el hombre desconocido que fue encontrado en la playa de Somerton el 1 de diciembre de 1948?.
Allí permaneció 73 años sin que nadie supiera quién era ni cómo había muerto.
Un científico curioso
El profesor Derek Abbott, de la Universidad de Adelaida, no había nacido en diciembre de 1948 y como muchos otros australianos, conoció la historia del “Hombre de Somerton” contada casi como una leyenda.
Abbott es experto en ADN y se propuso poner sus conocimientos y las técnicas más modernas para tratar de desvelar el misterio. Después de mucho insistir ante la justicia australiana, el año pasado logró que exhumaran el cadáver embalsamado y le permitieran realizar un estudio comparativo de ADN en busca de algún resultado.
Con la colaboración de la experta forense Collen Fitzpatrick, especializada en casos sin resolver, pudieron construir un árbol genealógico utilizando sus cabellos. Además, fueron reduciendo posibilidades hasta dar con un nombre: Carl Webb, un ingeniero eléctrico nacido en 1905 en un suburbio de Melbourne.
A continuación, compararon los restos de ADN con familiares vivos de este hombre y encontraron la coincidencia. “Es como escalar el Monte Everest, con esa mezcla de euforia por estar en la cima, pero también de cansancio y agotamiento”, explicó Abbott en una entrevista que le concedió a la Australian Broadcasting Corporation.
Los familiares que pudo encontrar nunca habían conocido a Webb, muerto antes de que ellos nacieran, pero sí aportaron un dato que podía aportar al caso: su casamiento con Dorothy Robertson.
“Tenemos pruebas de que se había separado de su esposa y que ella se había mudado al sur de Australia. Posiblemente vino a buscarla”, relató Abbott.
Así, el misterio que envolvía la identidad del “Hombre de Somerton” quedó resuelto, pero todavía quedan muchas preguntas sin respuesta: no se conoce la causa de su muerte ni el significado del extraño código encontrado en su maletín.