A las prostitutas, en la antigua Grecia, parece que las llamaban “las esposas de la ciudad”. El político y el gobernante también se ocupaban de la ciudad, a su manera.
Para Platón y Aristóteles, la política era cosa de personas virtuosas y preparadas para el buen gobierno y todo ciudadano estaba obligado a ocuparse de la política. En caso contrario, se impone el desorden y la tiranía.
En los siglos siguientes prevaleció esta concepción idealista de la política y el deber ser de la misma.
Hay que esperar a Maquiavelo (1469-1527) para que alguien se atreva a escribir lo que todos sabían: que lo usual y real era el político rapaz y tiránico y la política un campo de batalla: “la guerra con otras armas”. Maquiavelo usa la figura del león y el zorro para caracterizar al político y la política como una combinación de “fortuna y virtud”. Entendiendo por fortuna, la suerte y el azar; y, por virtud, la ambición o voluntad de poder sin otro límite que la propia ambición y codicia (el fin justifica los medios).
Intentar el bien, pero igual cualquier otro medio si así lo exige la conquista del poder y su conservación. El político de Maquiavelo, tal como los que él estudió en los libros de historia y conoció en su experiencia, mentía, simulaba, engañaba, era cruel y ejercía todo tipo de violencia si era necesario.
Hoy esto suena exagerado o superado. Podría ser, dada la evolución civilizatoria de la política. Además, como apunta Gramsci, el “príncipe” hoy no es un individuo, sino los partidos de masas o grupos de poder en pugna y sistemas políticos más reglamentados y complejos y en los sistemas democráticos con más controles.
Realmente, Maquiavelo es un observador de lo “real” y sabe que el político “debe saber contemporizar con los acontecimientos”. Que en política no hay amistad ni lealtad, y que un político vale no por sus intenciones, sino por sus resultados. Que ofender al pobre no es grave, pero si a los poderosos.
Maquiavelo con sus lecturas y experiencia política termina por asumir una idea de la condición humana bastante negativa. Un príncipe debe ser amado o temido, se pregunta Maquiavelo, y se contesta, él mismo, lo ideal sería ser amado y temido, pero si no es amado, que sea temido.
El político no confía en nadie porque piensa que de “los hombres en general se puede decir esto: que son ingratos, volubles, simuladores y disimulados, que huyen de los peligros y están ansiosos de ganancias; mientras les haces bien, te son enteramente adictos, te ofrecen su sangre, su caudal, su vida y sus hijos, cuando la necesidad está cerca; pero cuando la necesidad desaparece, se rebelan”.
Maquiavelo no se hace ilusiones sobre la naturaleza humana y recomienda al príncipe que actúe en consonancia con ello. Nuestro autor se inspira en la tradición griega que atribuye la educación de Aquiles al centauro Quirón: “Tener por preceptor a un maestro mitad bestia mitad hombre no quiere decir otra cosa, sino que un príncipe necesita saber usar una y otra naturaleza y que la una sin la otra no es duradera”.
El príncipe de Maquiavelo no tiene otra moral que sus intereses y conveniencia y para ello recomienda “no apartarse del bien, mientras pueda, sino a saber entrar en el mal, cuando hay necesidad”.
Estas ideas escandalizaron a su tiempo y siguen escandalizando, pero no hay político y gobernante que se respete que no haya leído a Maquiavelo, quien trató de ver la política y el gobierno como lo que es y no como debería ser.
La política, para Maquiavelo, es la lucha por el poder, alcanzarlo, mantenerlo y legarlo. El bien general es subordinado al bien particular, de uno o de pocos. Ambición y codicia tienden a tipificar y explicar la conducta del político y el gobernante.
Para Maquiavelo, la política no debe confundirnos con respecto a los intereses reales de sus oficiantes, los políticos, casi siempre muy alejados o contrarios del interés general o bien común, como diríamos hoy.