En The Fabelmans, el director estadounidense cuenta su compleja niñez. Cómo el chico discriminado por sus compañeros, que creció escuchando historias del Holocausto, se convirtió en el cineasta más poderoso del planeta
Cuando Steven Spielberg tenía tres años solía ver a su abuela dar clases de inglés en su casa de Nueva Jersey. Uno de sus alumnos era un hombre de edad indefinida y con ojos de esos que vieron más de lo que hubieran querido ver. Mientras esperaba, el hombre se entretenía enseñándole a contar. Le mostraba el 3 y el 2, luego el 5 y el 7 pero el momento mágico llegaba cuando con un movimiento convertía el 6 en un 9. Spielberg miraba fascinado a ese hombre que le enseñaba los números con los números que llevaba grabados en su antebrazo. Solo de adolescente comprendería que ese hombre húngaro era un sobreviviente del Holocausto.
Por Infobae
Steve creció escuchando las historias de los 17 familiares asesinados por el nazismo. En su casa no se decía “Holocausto” sino “asesinatos”. Las historias de tan espantosas le parecían inventadas pero eran ciertas y más espantosas que el espanto. Spielberg sintió en su niñez y juventud lo que significaba la muerte y también la discriminación por tener orígenes distintos. “En la escuela secundaria me pesaba el hecho se de ser el único judío en mi clase. Era como un ser de otro planeta, como un E.T.”, contaría el director de La lista de Schindler. “Me sentía avergonzado, acomplejado, siempre era consciente de que destacaba por mi condición de judío. Estaba avergonzado por las prácticas judías de mis padres. Mi abuelo siempre llevaba un largo abrigo negro, sombrero negro y barba blanca. Me daba vergüenza invitar a mis amigos a casa, porque él podía estar en una esquina orando y yo no sabía cómo explicarlo”.
Al llegar la escuela, sus compañeros le gritaban como insulto “judío” y alguna vez le pegaron. Esa violencia incomprensible le provocaba temor pero lo ayudó a descubrir que sentirse un ser aparte podía ser muy valioso.
Creció en barrios de clase media, de esos donde aparentemente nunca pasa nada malo y el american way of life parece cumplirse. “Nunca fui asaltado ni participé en una pelea. Nunca vi un cuerpo asesinado. Hasta que me mudé a Nueva York, jamás comí comida italiana. Walt Disney construyó mi ideología y oficiaba de mi conciencia moral”, rememora. En esos sitios que parecían paraísos es donde escuchaba los relatos del infierno vivido por esos familiares asesinados en lugares de nombres que le resultaban extraños como Dachau o Auschwitz.
Vivió su infancia sintiéndose todo el tiempo amenazado y descubrió un extraño “remedio” para dominar su continua sensación de pánico. Comenzó a contarle a sus hermanas historias espantosas. “Ellas fueron mis primeras espectadoras: logré contagiarles mis pesadillas. Mi filme Poltergeist nació como un relato de las bromas espantosas que les hacía”.
Spielberg pasó su infancia entre historias y entre mudanzas. Arnold, su papá, era un ingeniero electrónico que formó parte de un grupo que diseñó la primera computadora, lo que obligaba a la familia a mudarse con cierta frecuencia. En 13 años pasaron de Cincinnati a Hadonfield, Nueva Jersey, de ahí a Scottsdale en Arizona y por último se afincaron en Saratoga.
El padre y la madre de Spielberg eran opuestos complementarios. Arnold sentía pasión por lo exacto, lo previsible y lo tecnológico. Decía -o predecía- que las computadoras dominarían el mundo y serían imprescindibles en lo cotidiano. Lo demostró con un invento. En la casa había ratones y ninguna empresa fumigadora lograba exterminarlos. Así que ideó una trampa para cazarlos programada por computadora y chau peste. Con los años muchos verían que ese director que puso de moda los efectos especiales quizá solo estaba rindiendo un homenaje a ese padre que vivía rodeado de máquinas y equipos tan fascinantes como complejos.
Cuando el hijo filmó Rescatando al soldado Ryan, lo hizo en honor las historias que le contaba su padre como radioperador en un Bombardero B-52 durante la Segunda Guerra Mundial. Al ver la creación de Stevie le aseguró: “Como veterano te doy las gracias por hacer la película, y como tu papá estoy orgulloso de vos”.
Su madre, Leah Adler, era lo que hoy se denomina un espíritu libre. Como su marido, también amaba la música clásica, pero mientras él escuchaba conciertos por la radio, ella armaba recitales en el living familiar, con ella en el piano y sus amigas como invitadas. El contraste era evidente: su padre y su mundo tecnológico, su madre y su mundo artístico.
El cuarto de Steven era una fortaleza donde sus padres y sus hermanas, Annem, Sue y Nancy, tenían terminantemente prohibida la entrada. No era su cuarto sino su universo donde guardaba las cosas que amaba: las historietas, las revistas de cine, sus cotorras y su mayor tesoro, la cámara que le regalaron cuando cumplió 12 años. Con ellas inventaba argumentos y hacia posar a sus padres y hermanas en sus producciones.
Si el cuarto era su refugio, la escuela era su tormento. “Era un alumno pésimo, y siempre teníamos que mandarlo a clases particulares para que lo ayudaran a aprobar”, contó su mamá en una entrevista con la revista Gente en 1994. “Y no es porque no fuera inteligente, sino porque no le interesaba en absoluto lo que le enseñaban en la escuela. Solo prestaba atención en las clases de Literatura, cuando se trataba de historias inventadas. Pero prefería. ya de chico, las que él inventaba”.
De todo lo que odiaba de la escuela lo que más odiaba era Matemáticas. “Mi padre solía decir cosas como que 3 dividido entre 4 es algo imposible, y yo le contestaba: ‘Desde luego. No puedes poner ese 3 en el agujerito pequeño del 4. No cabe’. Odiaba el colegio y odiaba leer. Prefería ver cualquier cosa antes que mover los ojos de izquierda a derecha”.
Aunque tenía amigos reales tenía un grupo mayor de amigos imaginarios. Su madre lo escuchaba hablar y cuando le preguntaba con quién estaba, él le contestaba: “Con mis amigos”. Pero ella sabía que estaba solo. En su casa se escuchaba la radio, se disfrutaba la música pero no se permitía la televisión. A los Spielberg no les gustaba que su hijo se la pasara mirando películas. Así que cuando sus padres salían y la niñera que lo cuidaba se dormía, él se escapaba de su cuarto, encendía el aparato y con el volumen al mínimo se empachaba de películas. Le encantaban las de terror y las de ciencia ficción. La película que más lo asustó no fue una de monstruos ni aliens sino Blancanieves y los Siete Enanitos, de Walt Disney. Quedó tan conmovido que su madre lo sacó del cine porque no podía parar de llorar.
Cuando la niñez se terminaba afianzó su pasión por contar historias con imágenes filmadas. A los 12 grabó su primera película amateur, costeó los materiales gracias a lo que ganó plantando árboles. Fue para esa época que le dieron de tarea escolar leer Historia de dos ciudades. La novela de Charles Dickens no lo conmovió porque lo que hizo fue dibujar al borde de las páginas y animar las figuras de una en una al pasar las hojas. “Fue la primera vez que logré crear algo que se movía”.
A los 13 años ganó un concurso con un cortometraje de guerra, Scape to nowhere, donde los actores además de amateurs eran parientes suyos. A los 16 realizó Firelight, una película de ciencia ficción que duraba 140 minutos y trataba de un telescopio que él había construido. La pasaron en el cine local y recaudó 100 dólares, que hoy le parecen mucho más meritorios que los 983 millones de dólares que ganó por Jurassic Park.
En 1965 y luego de varios años de tensión sus padres se divorciaron. Spielberg siempre contó que en E.T. trató de reflejar lo que sufrió en ese proceso, con ese niño que no tenía un padre y sí una madre que sufría. Con el tiempo, Leah formó pareja con Bernie Adler, que hasta ese momento había sido el mejor amigo de su marido. Juntos pusieron un restaurante de comida kosher llamado La Vía Láctea.
Aunque el muchacho respiraba cine y se notaba que lo suyo no era capricho sino pasión, su mamá quería que fuera médico. Spielberg recuerda que le resultó mucho más sencillo convencer a sus primeros productores que a su madre con sus ideas cinematográficas.
En 1967 se inscribió en la Universidad Estatal de California para estudiar inglés pero a la par tomó cursos de filmación en los estudios de Universal y comenzó a perseguir productores para que vieran sus películas. Se negaban a verlas porque las había filmado en 8 milímetros. Necesitaba una cámara y películas de 16 milímetros. Plantar árboles ya no era opción y pedirle dinero a sus padres, menos. Un amigo que creía en su talento le prestó los 10 mil dólares que precisaba.
En diez días filmó Amblin, un corto de 24 minutos con la historia de una parejita que hace dedo en la ruta. Al día siguiente de presentar su película, el jefe de producciones televisivas de Universal le ofreció un contrato de siete años para dirigir series. Aceptó sin dudar y abandonó la universidad sin siquiera desocupar su casillero. Tenía 20 años. Ocho años después dirigiría una película que haría historia: Tiburón, la primera que superó los 100 millones de dólares en recaudación.
Ese fue el principio, con el tiempo se convertiría en el director más famoso, el rey Midas de Hollywood y uno de los hombres más influyentes del mundo. Los miedos que lo acosaron en su niñez, todavía aparecen. “Tengo fobia a casi todo; a los ascensores, a la montaña rusa, al mar, a los tiburones, a las cucarachas… Es irónico que las dos únicas cosas que no han evolucionado a lo largo del tiempo hayan sido los tiburones y las cucarachas. Parece hecho especialmente para mí. Recurrí a esas dos fobias en Tiburón y en Indiana Jones. Sin embargo, mi gran miedo no son las cucarachas, sino hablar en público. Ante eso, las cucarachas no tienen la menor importancia”.
Su madre -que murió en 2017- solía decir que cuando miraba el tiempo atrás y trataba de encontrar algún momento que señalara que su hijo se convertiría en un gran talento no lo encontraba. “Solo me acuerdo de mi Stevie como un niño travieso e imaginativo, haragán para estudiar pero también un gran bromista que se disfrazaba para asustar a sus hermanas mayores”.
Quizá por estas palabras una de las cosas que más le molestan al creador de Parque Jurásico es cuando lo consideran un genio. “Me parece una estupidez. Soy un tipo que trabaja mucho. Simplemente vivo para el cine. Devoré tantas imágenes como me fue posible. Admiré a Truffaut y el cine francés. Me inspiré en el neorrealismo italiano y en la escuela inglesa de los 70. Amo el cine de aventuras y mis primeras pesadillas se las debo a Walt Disney. Todas las películas que he visto han dejado en mí una profunda marca. El cine es un medio extraordinario para contar historias. Pude haber sido compositor, escritor o pintor pero me convertí en director de cine simplemente porque puedo contar la vida de todos ellos”.
Hoy, con 76 años, sigue creando y filmando porque “tenemos mucho tiempo por delante para crear los sueños que todavía ni siquiera imaginamos soñar”.