Del infierno a la gloria: por qué LeBron James estaba predestinado a no ser el Rey

Del infierno a la gloria: por qué LeBron James estaba predestinado a no ser el Rey

LeBron James en Akron, ciudad en donde paso su infancia

 

El histórico récord cayó el día 38 del año, con 38.388 puntos. Con un protagonista de 38 años, nacido 38 años después de Kareem Abdul-Jabbar, el hombre de la marca anterior. Gematría le dicen y sus amantes creen que estaba todo escrito. Pero, en realidad, si buceamos en esta historia de película, tal vez todo esto nunca debió pasar. Y LeBron nunca debió ser el Rey. Tal vez debió terminar acribillado a balazos o en una cárcel, como tantos otros afroamericanos, luego de una infancia durísima que pudo sellar su suerte y dejarlo lejos de tocar el cielo con las manos, algo que disfruta hoy. Su padre lo abandonó, su padrastro terminó preso, su madre lo sostuvo como pudo, trabajando casi todo el día, yendo de hogar en hogar, sin poder siquiera mandarlo a la escuela. Hasta que apareció el deporte y dos entrenadores. Ellos lo salvaron. Y él, con una esencia especial, se aferró fuerte a su talento, a su tabla de salvación. Se mantuvo a flote hasta que explotó y se convirtió en una estrella en ciernes. Y, de repente, el pibe de Akron que no debía estar ahí pasó a ser la estrella nacional al que se le pedía lo máximo… Esta es la historia de un chico de lo profundo de Ohio que se construyó como un mito.

Por infobae.com





Todo nació torcido para LeBron, como para tanto niño afroamericano que pierde a su padre. Fruto de una relación pasajera entre su madre, Gloria, y un muchacho del barrio con un frondoso prontuario delictivo, James llegó a este mundo el 30 de diciembre de 1984 en el Summa Akron City Hospital, casualmente la misma clínica y en el mismo piso que 39 meses después llegaría al mundo otra superestrella, Steph Curry. Anthony McClelland, una figura del básquet callejero cuyo talento, aseguran, fue superado por su adicción alcohol y una clara tendencia a la delincuencia que lo hizo pasar buena parte de su vida en la cárcel, había decidido abandonarlos.

En Estados Unidos se calcula que cerca de 28 millones de chicos llegan al mundo sin el progenitor y la inmensa mayoría son negros. No es casualidad que las cifras de delincuencia estén atadas a esa situación. Las estadísticas muestran que el 94% de los jóvenes con antecedentes delictivos no han tenido un modelo masculino positivo de conducta en sus vidas. Y si vamos más allá, el 72% de los chicos que han cometido algún asesinato y el 60% de los que cometieron una violación crecieron sin padre. Ese es el alto costo de crecer sin padre y LeBron, que creció sin conocerlo, no fue la excepción, teniendo que lidiar con una bronca interior que recién menguó de adulto. “Nunca tuve una relación y recuerdo que, de niño, eso me frustraba. Estaba enojado con él por no estar conmigo. Hoy, como hombre maduro, siento que no debí enojarme tanto. En ese momento no sabía qué pasaba con mi padre y crecer me dio otra perspectiva”, admitió en una nota con ESPN.

Fue duro para él. Y para Gloria, quien se convirtió en madre a los 16 años, cuando ni siquiera había terminado el secundario. Una situación difícil que no mejoró cuando, pocos años después, ella se puso de novio con Eddie Jackson, un muchacho a quien el niño LeBron (4/5 años) le había tomado cariño hasta que terminó en prisión por tráfico de cocaína… No sorprendió que la dupla, madre e hijo, quedara a la deriva en los años siguientes y viviera su peor momento entre 1993 y 1994. Ella, con 24 años, había dejado el último trabajo y vivía de la pensión de desempleo. El dinero no les alcanzaba ni para alquilar un modesto departamento. Se la pasaban mudándose a distintos lugares que le prestaban amigos. Durante un lapso de tres meses debieron mudarse cinco veces mientras ella esperaba en una lista de casas subsidiadas por el estado.

LeBron, con su memoria prodigiosa, recordó hace poco cómo, con 9 años, sobrevivía en un monoambiente cerca del centro. Pasando muchas horas al día en soledad, porque de día su madre trabajaba y de noche, a veces, salía con amigos, luego de que en varias ocasiones la Policía irrumpiera en el condominio para detener las fiestas que organizaba Gloria, por las denuncias de ruidos molestos que hacían los vecinos.

El pequeño dormía en un colchón en el piso y se la pasaba jugando a los videojuegos y poco más. Vivía con miedo de que su madre no volviera, no le gustaba hacer amigos -tal vez avergonzado por la vida que llevaba- y mucho menos ir a la escuela. Con 8 años, por caso, se ausentó en 82 de los 160 días de colegio, en algunos casos por falta de transporte y, en otros, por decisión propia. En definitiva, una situación que distaba de la ideal para un chico de esa edad. Eran épocas de incertidumbre y malos augurios. Hoy sabemos que esas historias, generalmente, terminan mal, en la droga, la delincuencia y, posteriormente, en la cárcel…

En esa época, Gloria y LeBron estaban solos. Los primeros años de ambos lo habían pasado en una gran casa familiar en la calle Hickory, cerca del centro. Y mientras Gloria estudiaba o trabajaba, al chico lo cuidaban la bisabuela o la abuela. Hasta que, en la Navidad del 87, Freda –peluquera, madre de Gloria- falleció de forma repentina, de un ataque al corazón, y eso puso en jaque a la familia. Los hermanos de Gloria, Curt y Terry, intentaron mantener la casa pero fue imposible. La casona era un caos, desorden, mugre y una peligrosa falta de mantenimiento que hizo que una vecina invitara a Gloria y su hijo a quedarse en su casa. Claro, no había mucho lugar y madre e hijo debieron compartir el sillón por algunas noches.

Así comenzaría una vida nómade de seis años, viviendo en diferentes hogares, y una realidad difícil, que incluiría penurias económicas, incertidumbre y marginación social. LeBron puso en blanco sobre negro cómo recuerda aquellos años. “Cada día, cuando me levantaba, sentía que sería difícil… Mi mayor preocupación, viviendo sólo con mi madre, es que a ella no le pasara nada, que pudiera volver a casa”, reconoció, siempre mostrando admiración por los sacrificios de su mamá. “No tengo palabras para describirla, para explicar lo que hizo por mí… Ella estaba para taparme de noche, para darme seguridad. Fue todo: mi madre y mi padre. Me dio mucha fuerza”, admitió.

En Akron, una urbe de 200.000 habitantes ubicada a 55 kilómetros de Cleveland y conocida como la Ciudad Mundial del Caucho (allí tenían su sedes empresas famosas como Goodyear y Firestone), existía la misma discriminación y peligros que en muchas otras de Estados Unidos. El gran miedo de Gloria, entonces, era que su hijo cayera en la violencia que reinaba en los barrios periféricos que solían frecuentar. Y, en ese sentido, LeBron tuvo dos salvadores para evitar el mal camino. El primero fue el deporte. Y, de entrada, no fue el básquet, como muchos podrían creer. LeBron, entre los ocho y nueve años, prefería claramente el fútbol americano y se lo dejó claro a Bruce Kelker, un hombre que, de casualidad, lo descubrió jugando con niños en un condominio de departamentos.

Al principio, el coach quedó impresionado por su altura y corpulencia. Por eso buscó una excusa para testarlo. “¿Les gusta el football? Yo tengo un equipo –menores de 10- y les prometo que el que gana una carrera de 100 metros en el estacionamiento será mi corredor titular”, fue su forma de invitarlos. LeBron ganó la carrera por casi 20 metros y recibió formalmente la invitación de Kelker. Gloria se apuró a decir que no, porque no tenía auto ni dinero para las protecciones necesarias para ese deporte. Pero al hombre no le importó. “No se hagan problemas por nada, lo pasaré a buscar y le daré todo”, les dijo para convencerlos de sumar a los East Dragons.

En la primera práctica, James metió un touchdown de 80 yardas y a la madre no le quedó otra que empezar a organizar los fines de semana alrededor de los partidos que tenía su hijo. Hasta que Kelker, ya cansado de pasar a buscarlo por distintas direcciones, le hizo una oferta increíble. “Vengansé a vivir conmigo. Ya tengo novia. Sólo quiero ayudarlos”, les dijo. Gloria, para devolver gentilezas, prometió entonces cumplir la función de utilera y aguatera del equipo. LeBron, por su parte, pagó en la cancha, con 17 touchdowns en una primera temporada que incluyó quejas de los DT rivales, quienes solicitaban el certificado de nacimiento, porque creían que tenía más edad de lo que declaraban.

Pero, claro, la débil estabilidad volvería a resquebrajarse meses después cuando la novia de Kelker sintió que cuatro personas eran demasiadas para un pequeño departamento y Gloria, con su hijo, tuvieron que buscar otra vivienda. Fue cuando apareció el otro salvador que tiene esta película hollywodense: Frank Walker, un maestro, del deporte y de la vida, más que un entrenador… Frank era el padre de su mejor amigo, Frankie Walker Junior y, cuando conoció la historia, le hizo un ofrecimiento a una madre desesperada que ya pensaba en mudarse a otra ciudad.

-Siento que LeBron necesita un ambiente más estable, Gloria. Puede quedarse en casa el tiempo que necesites, hasta que te puedas estabilizar y encontrar un lugar definitivo.

A Gloria le costó la decisión, porque esta vez era desprenderse de su amado hijo. Pero, a la vez, supo que era lo mejor para él. Frank y su esposa Pam eran extremadamente responsables y cariñosos. Y LeBron, además, viviría con su mejor amigo y sus dos hermanas. Los días de semana, el niño se quedaría en los de los Walker y los sábados y domingos, con su madre. Era la oportunidad de vivir en un seno familiar, con una rutina establecida, derechos y obligaciones. LeBron, por caso, debía levantarse a las 6.30 y hacer sus deberes antes de poder tocar una pelota. Y no había excusas. En esa casa, James entendió las diferencias y lo que realmente necesitaba para su vida. “Me hacían levantar bien temprano cada día e ir a la escuela. A veces no quería, como antes, pero en lo de los Walker no había elección. Además, ser parte de una familia, con una madre pero también con un padre y hermanos, resultó una experiencia increíble, muy especial, a una edad que lo necesitaba. Me abrió los ojos para ser quien soy hoy, para comportarme de la manera que lo hago actualmente”, admitió el Rey, quien encontró en esa casa el ambiente ideal para hacer la valiosa transición de niño a adolescente.

Los Walker lo mandaron a una escuela de “enseñanza holística” y LeBron descubrió su interés por algunas materias, en especial música, arte y educación física. Parte de la cultura que hoy vemos que despliega en sus comentarios públicos. En el camino, aquella familia tan especial ayudó a que Gloria encontrara un hogar permanente en Spring Hills –incluso, al principio, pagaron parte del alquiler-, así LeBron podría volver con ella. Lo hizo en su sexto grado (11 años), aunque sin dejar de visitar a los Walker durante los fines de semana.

El rol de Frank fue decisivo en la historia de James. Porque se transformó en su padrastro pero, también, porque le hizo resurgir el amor por el básquet. Frankie fue su coach personal durante los próximos tres años, enseñándole cada fundamento del juego. En el proceso, claro, lo convenció de que se uniera a un equipo de básquet llamado Northeast Ohio Shooting Stars que participaría de la Asociación Atlética Universitaria (AAU), organización que nuclea a los equipos de escuelas primarias. Hasta ese momento, LeBron no había jugado básquet organizado, pero ya se sentía muy atraído por el juego.

Desde aquella Navidad en la que recibió un aro de plástico (ver foto), nunca dejó de jugarlo, aunque por momentos hubiese preferido el fútbol americano. “Tiraba en una caja que estaba clavada en un poste de luz y no tenía tablero. Iba directo adentro o a cualquier lado”, recuerda James, quien se sumó al equipo entrenado por Joyce II –padre de su amigo- que practicaba en el gimnasio del Ejército de Salvación en Akron. Eran épocas en las que, de a poco, empezaba a aparecer el deseo de emulación. Veía la NBA, ya tenía ídolos o referentes (Michael Jordan, obviamente, pero también Penny Hardaway y Jason Kidd), y soñaba con transformarse en un profesional. Le gustaban los Lakers –justo, lo que es el destino, el equipo con el que logró su último anillo para agrandar su legado- y hasta pintaba el logo de los angelinos en su cuaderno.

En aquel equipo, conoció a compañeros que se convertirían en amigos íntimos, hermanos de camiseta que hasta hoy son parte de la vida de James: Sian Cotton (grandote, que era el pivote), Dry Joyce III (base impetuoso y habilidoso) y Willie McGee (escolta, el mejor de la ciudad a esa edad, aunque de llamativa timidez). De a poco, jugando juntos, ganaron fama y en la región los apodaron los Fab 4 (Fabulosos 4). El equipo arrasó en la zona y llegó hasta la definición del torneo nacional de la AAU en Orlando. Casi como el guión de Hollywood, a la final llegaron como la cenicienta y enfrente se encontraron con los renombrados Southern California All-Stars, un equipo que patrocinaba Nike pese a estar compuesto por chicos de 13 años. Eran el clásico duelo entre las arrogantes figuras de la gran ciudad contra unos ignotos pueblerinos. El favorito sacó una importante diferencia de entrada y pareció que desfilaría en la tarde, pero los Shooting Stars empezaron a remar con la increíble capacidad de LeBron –ya jugaba las cinco posiciones y era, virtualmente, imparable- y quedaron a tiro, en la última pelota, de ganar o, al menos, mandar el partido a suplementario. Abajo 68-66, James tomó el rebote, cruzó la mitad de la cancha a toda velocidad y, cuando el reloj ya no le daba opción, se elevó y ejecutó un tiro desde unos 12 metros… En el aire parecía bueno, se palpaba el milagro de Akron, pero la pelota rebotó en el aro y los dejó sin nada. “Meter ese tiro era lo que había soñado toda mi vida, pero se desvaneció en el aire. Me sentí fatal, pero supe que tendríamos una revancha”, admitiría LeBron, años después, ya siendo una estrella de la NBA.

La venganza comenzó con una promesa de lealtad de aquellos amigos. “Juguemos en el mismo secundario y ganemos un título”, se juramentaron. Lo lógico hubiese sido elegir el John R. Buchtel, un secundario del centro de Akron en el que todos los afroamericanos con oportunidades decidían estudiar y que tenía el mejor programa de básquet de la ciudad. Pero los chicos, irreverentes, querían hacer historia de todas las formas posibles y eligieron a su archirrival, el instituto Saint Vincent-Saint Mary, una institución católica en la que la mayoría de los estudiantes eran blancos. Así fue que los cuatro amigos, seducidos por un entrenador a quien habían conocido en diversas clínicas de básquet (Keith Dambrot), se alistaron en los Fighting Irish y empezaron a escribir la historia, ahora renombrados como los Fab 5, ya que no podían dejar afuera a Romeo Travis, la figura que ya estaba en el secundario… El éxito fue inmediato. Se conocían, tenían química dentro y fuera de la cancha, y a esa altura, LeBron ya era una estrella absoluta. En la primera temporada promedió 18 puntos, 52% de campo y 6.2 rebotes para que los Fighting Irish terminaran invictos (27-0) y lograran el título estatal división III, por primera vez en 15 años.

Dos cosas sucedieron inmediatamente después que marcaron el cambio de mentalidad que sufrió LeBron. Un click que le hizo entender que el básquet podía ser un trampolín para salir de Akron y dejar atrás una vida repleta de miserias, incertidumbres y peligros. Lo primero fue, a través de un caso puntual, entender que esto era posible aunque, a la vez, podía llegar a ser una oportunidad frágil capaz de desvanecerse entre los dedos. Doylon Robinson, base que LeBron había visto brillar en Buchtel HS y luego dar el salto a la Universidad de Ohio State, había tenido en un accidente automovilístico mientras cursaba su tercer año en la NCAA y nunca más había vuelto a jugar al básquet. “Era un animal y yo recuerdo pensar ¿desde Akron se puede ir directamente a Ohio State? Era mi espejo, quería ser como él, seguir su camino. Y cuando vi lo que le pasó entendí que no podía desperdiciar la chance, que yo había nacido con un don, pero nadie sabía cuánto eso podía durar… Desde ahí tomé el básquet de otra forma, mucho más en serio, y empecé a trabajar para ser el jugador más grande que se haya visto”, recordó LeBron en 2017.

No fue casualidad que, ese mismo año, James cambiara el número de camiseta, dejando la 32 y empezando a usar la 23. Si Robinson había sido su referente local, Jordan lo era a nivel nacional. LeBron, a esa altura, imitaba sus movimientos, tiros y hasta gestos, como sacar la lengua. Como tantos otros chicos en el país pero, claro, con más habilidades que todos para emularlo. Con 16 años, en su segunda temporada, promedió 25.2 puntos, 7.2 rebotes, 5.8 asistencias y 3.8 robos y guió al equipo a un nuevo título estatal (marca 26-1), siendo el MVP de la final a la que asistieron 17.000 personas. Para esa época, James ya era el mejor jugador de secundario del país y atraía multitudes y no sólo reclutadores de universidades, también aparecían algunos de la NBA pensando que James podría dar el salto directamente tan rápido como en el 2002. Por las reglas de elegibilidad tuvo que esperar a completar los cuatro años de high school, algo que le sirvió para prepararse de forma más integral.

En aquellos años, una fiebre LeBron se desató a nivel nacional y su popularidad estalló. Varios partidos se transmitieron a nivel nacional por el sistema pay per view y el equipo tuvo que cambiar de estadio para jugar de local, al cual asistieron hasta estrellas como Shaq O’Neal para ver en vivo al jugador que “estaba destinado a marcar una nueva era”, como repetían los especialistas. LeBron también fue portada de las dos revistas principales, ESPN The Magazine y Sports Ilustrated, la segunda con el recordado título The Chosen 1 (El Elegido), la misma inscripción que luego se tatuaría en su espalda. En ese momento de locura volvieron a aparecer sus dos sostenes, las imágenes masculinas que ocupar el lugar abandonado por su padre biológico: Walker y Joyce II le recalcaron la importancia de terminar los estudios y lo mantuvieron lejos del glamour y las tentaciones que aparecieron en aquellos años dorados de St. Vincent-St. Mary.

El resto de la historia es más conocida. Su llegada a Cleveland, nada menos que en su estado (Ohio), el dominio individual, los golpes, los aprendizajes, las finales perdidas, la elección de irse a Miami, los anillos que llegaron, el regreso a su lugar de origen, el esquivo título que lo transformó en el hijo pródigo de la región, el título en la marketinera Los Ángeles, el callar críticas, el compromiso social, la vigencia, el legado y el hito de ser el mayor anotador de todos los tiempos. Todo saliendo desde la profundo de Akron. Un chico que estaba predestinado a sufrir y, con el tiempo, dio vuelta la historia y quedó predestinado a la gloria. LeBron lo hizo. Por eso es el Rey.