Definitivamente una significativa porción de los venezolanos no termina de salir del tremedal a que nos ha conducido la antipolítica en los últimos años.
Esa creencia absurda –no de ahora, sino de hace mucho tiempo– en que la solución a nuestros graves problemas pasa siempre por echar a un lado al liderazgo político y encomendarse a figuras que presumen de ser antipolíticas nos ha conducido al chiquero putrefacto que representa el régimen chavista. Por supuesto que, como es natural, no todo el estamento político –aquí o en cualquier lado– es honesto y eficiente, pero ciertamente existen líderes decentes y capaces. Y si lo primero resulta ser la regla común, entonces lo segundo es la natural excepción que confirmaría aquella. Tan sencillo como eso.
Conviene detenerse aquí para intentar una breve definición de la antipolítica. Pudieran señalarse ahora, como características primordiales suyas, en primer lugar, la tendencia de sus factores (militares golpistas, empresarios “avispados”, arribistas, artistas, payasos y cómicos, etc., etcétera) presentándose como gente interesada en los asuntos públicos, pero sin vinculación con los partidos y los políticos, aunque siempre han mantenido vínculos con la claque corrupta en el poder, ya por razones económicas o por no importunarlos de ninguna manera desde su zona de confort.
En segundo lugar, se exhiben como la alternativa cierta de cambio frente a los políticos y sus partidos, acusándolos de corruptos, incompetentes e insensibles. Pero, aparte de sus propias carencias éticas, son igualmente incapaces de presentar un conjunto coherente de propuestas e ideas para gobernar y menos sus equipos de gobierno, si es que los tienen.
Y, en tercer lugar, explotan el resentimiento existente contra la política y sus partidos, a los que -como ya se señaló- endilgan toda la responsabilidad por los problemas y errores existentes, soslayando en nuestro caso actual que la catastrófica situación que padecemos la ha provocado el actual régimen, ese mismo a quienes tales personajes de la antipolítica “le engordan el caldo”.
Sin embargo, quienes han promovido la antipolítica, aquí y en cualquier parte, por lo general fueron o son, en el fondo, políticos taimados y tramposos, aun cuando rechacen tal definición por conveniencia y cálculos electorales. Esa misma actitud fue la que adoptó en su tiempo el dictador Juan Vicente Gómez, cuando se definía a sí mismo “como un hombre de trabajo, y no como un político”, a pesar de que gobernó con mano de hierro durante 27 años. Lo mismo hizo el general Marcos Pérez Jiménez, otro tirano que odiaba a los políticos y sus partidos, y se definía como un hombre de armas entregado a la tarea de “hacer el bien nacional”. El generalísimo español Francisco Franco daba gracias a Dios “porque él no era político”, aunque encabezó una dictadura terrorífica por más de 40 años.
La antipolítica, así concebida, ha sido entonces un antiguo recurso de autócratas y tiranos de toda laya para ocultar su despotismo y sus crímenes, pretendiendo no haber sido contaminados por la política y sus partidos. No se trata, pues, de un fenómeno nuevo. Lamentablemente volvió a adquirir vigencia en Venezuela luego de las intentonas golpistas de 1992. Ese proyecto encontró en 1997 a Irene Sáez como su más formidable instrumento y no le faltaría el estímulo para moldearla y llevarla hacia esa meta. Sin embargo, los resultados serían realmente desastrosos en su caso particular.
No sucedió lo mismo con la otra vertiente de la antipolítica, menos sofisticada aunque mucho más peligrosa: la que encarnaron luego los golpistas de febrero de 1992 y cuyo triunfo electoral de 1998 ha sido una maldición para los venezolanos. Se trata, en realidad, de una tendencia más rupestre, aunque con su misma fundamentación maniquea, al afirmar de manera absoluta que, visto el fracaso de los políticos -y de los civiles en general, por cierto-, tocaba ahora a los militares tomar el poder y aplicar en consecuencia un espeso mezclote de militarismo, fascismo, autoritarismo, totalitarismo y marxismo, difícil de digerir, por lo demás. Como telón de fondo de la antipolítica militarista encarnada por los oficiales golpistas, ellos mismos se prepararon un escenario con los símbolos bolivarianos, tan caros a la idolatría popular venezolana.
Pero nada habrían logrado el golpista teniente coronel Chávez Frías y sus compinches de no haber contado -como en efecto contaron- con el apoyo de los poderosos grupos plutocráticos, económicos y mediáticos que venían impulsando la antipolítica para hacerse con el poder, mediante el desarrollo de una estrategia que comenzó a ejecutarse a comienzos de los años ochenta.
Puesta en marcha aquella terrible operación antidemocrática, apalancada en la demonización de la política y de los políticos, así como en la vituperación de las instituciones, se creó toda una matriz de opinión según la cual el sistema democrático en general no presentaba logros positivos y, por el contrario, sus resultados negativos habían empeorado el nivel de vida de los venezolanos. Por contraste, al tiempo que se denigraba del Estado omnipotente y de los políticos como ineficientes, corruptos e incapaces, se postulaba como la generación de relevo a noveles gerentes de la empresa privada que debía suplantar a la clase política y al imperante sistema de gobierno.
Toda esta manipulación propagandística fue un adelanto de lo que, a finales de los años noventa, surgiría con fuerza inusitada en el país, a tal punto que lograría ganar las elecciones de 1998: la antipolítica como vía de acceso fáctico o electoral al poder. Sólo que sus actores provendrían entonces del mundo militar, y no del empresarial.
Lo que no habían calculado los promotores de tal maniobra era que, a la postre, quienes realmente se beneficiarían de sus campañas de opinión pública no serían ellos mismos, sino unos desconocidos golpistas que insurgirían pocos años después, el 4 de febrero de 1992, contra el gobierno del presidente Pérez. Para decirlo en lenguaje popular, aquellos factores económicos, políticos y mediáticos actuaron como auténticos cachicamos que trabajaron para las lapas ocultas de una logia militar golpista. Pocos años después, los propios autores de aquella feroz campaña de opinión pública se lamentarían por ello, al darse cuenta de que habían creado un monstruo que los liquidó a la mayoría de ellos.
Hoy algunos vuelven a incurrir en el mismo error de impulsar figuras de la antipolítica, como si no nos hubiera resultado tan costoso tal experimento. Pero, en este caso, pretenden crear un candidato “opositor” a la medida del régimen, es decir, “un caballo de Troya” infiltrado en las próximas elecciones primarias. Por esta razón, esos estrategas y propagandistas comienzan a “inflar” en sus encuestas a figuras que se presentan como antipolíticas, sin capacidad conocida para gobernar un país destruido y arruinado como el actual, y menos para encabezar una compleja transición que, pésele a quien le pese, sólo podría adelantarla un estadista honesto, sensato y con autoridad moral, proveniente de la política bien entendida, junto a un equipo capaz, honesto y multidisciplinario.