“Me avergüenzo y lo siento profundamente. No puedo expresar adecuadamente cómo lamento lo que he hecho. Sabía lo que estaba haciendo. He dejado un legado de vergüenza a mi familia y a mis nietos. Ellos no sabían nada hasta que se los confesé. Es algo con lo que cargaré el resto de mi vida. Y lo siento”, dijo Bernard “Bernie” Madoff en un susurro tan bajo que el juez Denny Chin tuvo que pedirle que hablara más fuerte.
Por Infobae
Eran poco más de las diez de la mañana del jueves 12 de marzo de 2009 cuando Madoff le dijo al juez que iba a confesar. Había llegado tres horas antes al Tribunal Federal de Manhattan, enfundado en un traje gris oscuro y con una corbata verde Nilo con pintas oscuras. Estaba sin esposas, pero debajo de la camisa blanca se podía vislumbrar la estructura de un chaleco antibalas.
No era una precaución vana. Mucha gente odiaba a ese hombre de 71 años, otrora presidente de Nasdaq – las bolsa más importante de Nueva York y una de las más grandes del planeta – y financista admirado hasta sus más de cuarenta años de carrera se derrumbaron en un instante.
Lo habían denunciado sus propios hijos apenas cuatro meses antes, cuando les confesó sus estafas en una cena familiar, aunque la caída de su imperio ya era para entonces la crónica de una muerte anunciada.
Ante el juez, Madoff reconoció haber cometido el mayor fraude de la historia de Wall Street, por cerca de 65.000 millones de dólares y una cadena de víctimas que traspasaba las fronteras de los Estados Unidos. Entre ellas había desde grandes empresas y millonarios con ansias de multiplicar fácil su fortuna hasta pequeños inversores y jubilados que perdieron los ahorros de toda su vida cuando le confiaron su dinero para tener una renta.
En una declaración de 75 minutos, un atribulado Madoff tuvo que repetir once veces la palabra “culpable”, cada vez que le leyeron los cargos: cuatro de fraude, tres de lavado de dinero, uno de falso testimonio, otro por perjurio, otro por presentar documentación falsa ante la Securities and Exchange Commission y otro de robo de planes de pensiones.
Ese jueves, mientras confesaba ante el juez, sabía que iría a la cárcel de por vida – unos meses más tarde recibió una condena de 150 años – y lo único que le interesaba era dejar en claro la inocencia de su familia.
Dijo que su esposa, Ruth, no sabía nada de sus maniobras, y que sus hijos Mark y Andrew tampoco, aunque fueran directivos de una de sus compañías, la legal, la del piso de arriba. Aseguró que nunca habían estado en el piso de abajo, ese que estaba lleno de papeles y computadoras viejas, desde donde había realizado la estafa más grande de la historia financiera del país con el método cazabobos más sencillo, el esquema Ponzi.
Madoff había sabido jugar como el mejor con la ambición desmedida de los demás, pero su propia ambición fue también la perdición de su familia.
Madoff y el esquema Ponzi
Madoff comenzó su carrera financiera a los 22 años con 5.000 dólares ganados como guardavidas durante las vacaciones de verano. Con eso, y algo de ayuda de su suegro, el padre de Ruth, su novia de la adolescencia, en 1960 creó su primera compañía, Bernard L Madoff Investment Securities.
Desde el comienzo, la firma de Madoff ofreció lo que buscan la mayoría de los inversores: bajo riesgo y altos rendimientos, algo “demasiado bueno para ser verdad”. Los inversores, sin embargo, no tuvieron en cuenta que ninguna otra empresa de inversión podía igualar —o acercarse— a los rendimientos que ofrecía el joven agente de bolsa.
En general, las inversiones funcionan de acuerdo con una escala: los rendimientos más altos generan un riesgo mayor. Sin embargo, tanto en años positivos como negativos, las inversiones realizadas por la empresa de Madoff siempre devolvieron a sus clientes entre un 12% y un 13%, una tasa alta y siempre constante.
La estrategia financiera de Madoff fue algo más que un esquema piramidal, más conocido como Esquema Ponzi por Charles Ponzi, que fue el creador del primer plan de este tipo en la década de 1920 mediante la venta de inversiones que generaban beneficios, pero, en realidad, se pagaban con los fondos aportados por nuevos inversores.
En el caso de una firma de inversión, por ejemplo, la parte “propia” de un balance incluye las inversiones que realiza la empresa y el efectivo que tiene disponible. Los depósitos de los clientes son la parte “debe” del balance. En una empresa no fraudulenta, las inversiones propias crecerían y el “valor” aumentaría.
Pero en el Esquema Ponzi, el efectivo y las inversiones no crecen a la velocidad que se requiere para poder pagar los beneficios prometidos a los clientes. Para continuar, debe atraer nuevos depósitos de clientes para apuntalar “artificialmente” la sección de inversiones del balance general.
En realidad, la sección “haber” del balance general está bajando y, por lo tanto, el valor también está bajando. El resultado es una necesidad constante de efectivo, lo que presiona a la empresa para atraer inversiones cada vez mayores a un ritmo cada vez más rápido para pagar a los inversores que buscan reembolsos.
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