El 1° de abril de 2000, España se vio sacudida por uno de los crímenes más espeluznantes de su historia. José Rabadán, un amable y educado joven de 16 años, se despertó a la mañana, tomó el sable que le había regalado su padre y lo mató, luego descuartizó a su madre y finalmente acuchilló a su hermana, una nena con síndrome de Down. Lo llamaron “el asesino de la katana”.
Por infobae.com
“No fui yo, fue mi cuerpo, pero no yo. Me sorprendió mi propio acto. Sólo quería volver a mi cama para que no me viera, pero mi espada bajó, bajó sola”, dirá 17 años después José Rabadán Pardo enfrentado a una cámara al evocar la sangrienta mañana del 1° de abril de 2000 cuando mató a sus padres y a su hermana y se convirtió en “el asesino de la katana”.
Cuando lo dijo y millones de españoles lo vieron por televisión, los vecinos de Cantabria se sorprendieron al reconocer en el rostro del asesino el del joven y amoroso padre de familia, feligrés de la iglesia evangélica, que veían caminar todos los días por las calles con su mujer y su pequeña hija.
Pero no se trataba solamente de distancias y olvidos. Costaba reconocer al adolescente de 16 años cuyo rostro había saturado las pantallas de televisión y las tapas de diarios y revistas en el hombre de 33 que, 17 años más tarde de sus crímenes, daba por primera vez una entrevista.
“Me llamó José Rabadán y maté a mis padres y a mi hermana”, lo escucharon decir mirando a la cámara, a manera de presentación.
A su padre lo mató con el sable de samurái –la famosa “katana”- que él mismo le había comprado y después lo decapitó; a su madre también la asesinó a puro filo y la descuartizó; a su hermana de 9 años, una nena con síndrome de Down, tuvo la delicadeza de simplemente ensartarla con la hoja del arma sin cortarla en pedazos.
Por entonces se habló y se escribió de satanismo, de videojuegos enloquecedores, de brote psicótico, de monstruosidad. Era difícil encasillar al asesino o monstruo de la katana -como lo llamaron entonces- y toda especulación potenciaba el rating y las ventas.
“No tengo una explicación clara… quería ser libre”, dirá José Rabadán, en 2017, cuando accedió a hablar para mostrarle al mundo que tenía una nueva vida y que él había cambiado.
Una familia muy normal
Los vecinos del barrio Santiago el Mayor de Murcia tenían en buena consideración a la familia Rabadán. El padre, Rafael, de 51 años, había sido boxeador y trabajaba como camionero para que a su familia no le faltara nada. La madre, Mercedes, de 54, cuidaba de su casa y de sus hijos, José, de 16, y María, de 9, una nena con síndrome de Down.
Aunque de carácter un poco taciturno, a José lo querían en el barrio. Era un chico atento y educado, que saludaba siempre a los vecinos con una sonrisa cordial. Las madres de algunos de sus compañeros del Instituto de Enseñanza Media Mariano Baquero lo tomaban como ejemplo, porque era raro que saliera de noche y nunca tomaba alcohol.
Pero José no era buen alumno y para los 16 años estaba pensando en dejar el colegio. Prefería quedarse horas frente a la computadora, jugando el videojuego Final Fantasy VIII, donde matar con una katana era el camino hacia el triunfo.
El padre, sobre todo, hacía lo imposible por incentivarlo para que siguiera estudiando. Aplicaba el método de la zanahoria y el palo, aunque sin golpearlo jamás. El palo, en todo caso, era impedirle jugar a su juego preferido; la zanahoria era regalarle lo que pidiera a cambio de que continuara estudiando. Alí llegó la famosa katana a la casa, un sable de samurái con una hoja filosa de 71 centímetros de largo.
José, que además iba a clases de karate –otra de sus pasiones– solía ensayar golpes con ella frente al espejo, como si fuera un personaje más de Final Fantasy.
Lo que sus padres no imaginaban es que José los veía como un entorno que lo asfixiaba con sus exigencias. Más todavía cuando, a principios de 2000, su padre le dijo que si no quería seguir estudiando se inscribiera en un curso de oficios y se pusiera de una vez por todas a trabajar. En esa época, después de las fiestas de fin de año, José quiso irse a vivir solo, pero Rafael se lo impidió. Además, sin recursos propios, el chico no tenía dónde ir.
Desde afuera no se veía, pero para abril de 2000, el aire dentro de la casa se podía cortar con un cuchillo. O con una katana.
1° de abril de 2000
La noche del viernes 31 de marzo al sábado 1° de abril de 2000 José durmió mal. Después contaría que se pasó horas dando vueltas en la cama, mientras dentro de él crecía la idea de matar a su padre. Y dijo también que era una idea nomás, que en ningún momento se la tomó en serio… hasta que la transformó en un acto.
A las 6 de la mañana se levantó casi como un autómata, empuñó la katana y se dirigió al dormitorio de sus padres. Rafael dormía solo, porque Mercedes pasaba la noche en la habitación de María, durmiendo con ella porque se había sentido mal.
José estuvo un tiempo que le pareció eterno al lado de la cama paterna, con la katana levantada sobre sus hombros, preparada para asestar un golpe a todo filo sobre el cuerpo de su padre dormido. Algún presentimiento debió tener Rafael, porque abrió los ojos y, al ver a su hijo con el arma, intentó protegerse con las manos. La katana bajó y le seccionó tres dedos. El segundo golpe, en el cuello, lo decapitó sin que alcanzara siquiera a gritar.
Después caminó hasta la habitación de su hermana y mató a su madre, que no llegó a despertarse. Vaciló un momento frente a su hermanita, que se despertó y empezó a gritar horrorizada. También la mató.
Le dio con tal fuerza que la hoja de la katana se partió.
“No quería matarla –dijo después–, pero pensé que se iba a quedar sola en el mundo y tuve que hacerlo”.
Primero pensó en ocultar los cuerpos. Con un machete terminó de separar la cabeza del tronco de su padre y la metió en una bolsa de plástico; también descuartizó a su madre, pensando que podría ir sacando de a partes los cadáveres para tirarlos en algún lado.
En algún momento se dio cuenta de que era una idea imposible y decidió escapar. Se sacó la ropa ensangrentada, se baño, se volvió a vestir con un pantalón y una camisa limpias y salió de la casa. Cerró la puerta con llave. Tenía cien euros en el bolsillo, todo el dinero que pudo encontrar.
Antes de salir –nunca pudo explicar las razones- hizo dos llamadas por teléfono: una a un amigo y la otra a la policía. En una y en otro dijo que había matado a su familia.
Ni el amigo ni el policía que atendió la llamada le creyeron.
Al día siguiente, cuando no leyó nada en los diarios sobre su propio crimen, volvió a llamar a la policía y dio la dirección de la casa. Esa vez sí fueron y encontraron la escena macabra que José había dejado con los tres cuerpos.
Sumando, los forenses llegaron a contar más de 80 cortes en los cadáveres: más de 30 a en el padre, unos 35 en la madre y casi 20 en el cuerpo de la nena.
Lo detuvieron el martes 4 de abril en Barcelona, donde había huido para refugiarse en la casa de una chica a la que había conocido por internet.
Confesión y condena
José Rabadán no se resistió al arresto y tampoco intentó negar los crímenes. Confesó todo, primero ante la policía y después frente al juez de menores que lo interrogó.
-Quería vivir una experiencia distinta. Estar solo. Que mis padres no me buscaran – explicó.
-¿Y por qué mataste a tu hermana? – le preguntaron.
-¿Y qué iba a hacer ella sola en el mundo…? La maté para que no sufriera – respondió.
El juicio duró apenas media hora y, al dictar la sentencia, hubo dos elementos que atenuaron la pena recibió: un informe psiquiátrico que le diagnosticó una “psicosis epiléptica idiopática” y la condición de menor de edad de José.
El “asesino de la Katana” –como finalmente ya se lo llamaba– fue condenado por el juez de menores a seis años de prisión y otros dos de libertad vigilada.
El fallo causó una indignación social que los medios de comunicación amplificaron durante semanas.
“La decisión generó todo un debate nacional. El sentir popular era que al joven le había salido barato matar a su familia, pero el hecho objetivo es que José Rabadán confesó en el juicio sus crímenes y mostró su conformidad con los hechos y como tal se declararon probados por conformidad entre las partes, por lo que ésta sentencia se dictó ateniéndose a los hechos, la calificación jurídica y la medida”, explicó una y otra vez el juez Bernardo Pinazo, para justificar el fallo. De poco le sirvió.
Después de pasar cuatro años en dos Centros de Menores, donde los informes sobre su conducta siempre fueron favorables, José Rabadán obtuvo su libertad vigilada y se mudó a Cantabria, donde fue aceptado en la casa de acogida de la asociación Nueva Vida, una organización evangelista.
El 1° de enero de 2008 terminó de cumplir su condena, incluido el período de libertad vigilada. Para entonces todo el mundo se había olvidado de José Rabadán, “el asesino de la katana”.
“Yo fui un asesino”
En Cantabria, a excepción de los responsables de la casa de acogida, nadie conocía el pasado de aquel joven amable, que solía saludar a los vecinos con una sonrisa cuando se los cruzaba en la calle.
Lo que se sabía era que estaba de novio con Tania, la hija del pastor evangélico, y que la familia lo apreciaba. Cuando empezaron a noviar, José Rabadán tenía 21 años y le faltaba uno para cumplir con el período de libertad vigilada; la chica acababa de cumplir 15.
Se casaron cuando Tania llegó a la mayoría de edad y tres años después tuvieron una hija. En las tardes de sol, los vecinos se acostumbraron a ver a la pareja sentada en un banco de la plaza local mientras la nena jugaba en el pasto. Gente de lo más normal.
Por eso la sorpresa fue mayúscula cuando vieron el rostro de ese hombre joven, amable y apacible en las pantallas de los televisores, en un documental cuyo título no dejaba lugar a dudas: “Yo fui un asesino”.
Lo vieron mirar a cámara y confesar su crimen. También lo escucharon decir: “Soy consciente de que muchos seguirán pensando que soy un monstruo”, con un gesto de resignación.
Y tratar de explicar: “No fui yo, fue mi cuerpo, pero no yo. Me sorprendió mi propio acto. Sólo quería volver a mi cama para que no me viera, pero mi espada bajó, bajó sola”.
José Rabadán sostiene que la asociación evangélica Nueva vida fue la clave para su reinserción en sociedad: “Vine aquí sin haberme perdonado… Pero abrí mi corazón a Dios. Dios me ha salvado… Mi intención es aportar mi granito de arena: mostrar que hay esperanza y que la reinserción es posible”.
Tania no aparece en cámara, pero sí se puede escuchar su voz en off, hablando de su vida con José:
“Era su pasado y como tal teníamos que cargar con él, pero no tenía ni desconfianza ni en ningún momento tuve temor ni miedo. Es bastante cariñoso, es respetuoso… me respeta siempre”, dice con voz clara.
“Supe que había cambiado. No es lo mismo que si conoces a alguien que está ahí y no se arrepiente de lo que ha hecho, que sigue haciendo cosas malas. José se ha arrepentido”, remata Tania fuera de cámara y la imagen muestra a José haciendo un gesto de asentimiento mientras se escucha crecer a la música de fondo.