Fue una masacre. La peor masacre real del último siglo, desde la Revolución de Octubre y la caída del Zar.
Era una fastuosa comida familiar y se convirtió, en pocos segundos, en un escenario dantesco. Aullidos de dolor, corridas, gritos desesperados, pedidos de clemencia, vidrios rotos y el tableteo de las balas. Uno a uno fueron cayendo los miembros de la familia real de Nepal. Casi como una obligación, por respeto a las jerarquías, el primero fue Birendra, el rey. Después, los demás. El asesino estaba vestido con uniforme militar. En una mano blandía una Uzi, en la otra un M-16. Disparaba sin parar, pero daba la impresión de que no al bulto. Actuaba con frialdad. Tenía sus objetivos. Su familia.
Por infobae.com
La cena del horror
El 2 de junio de 2001, Dipendra, el Príncipe heredero al trono de Nepal, era el anfitrión de una exclusiva cena familiar. El encuentro era parte de una tradición. Cada 15 días, todos se encontraban a comer. La organización de la velada iba rotando. Lo habitual era que el que no podía concurrir por estar de viaje fuera el que avisara su ausencia. El resto, sin necesidad, de recordatorio, se presentaba. En este caso no fue así. Dipendra se encargó de confirmar con los diversos integrantes de su familia de que estuvieran presentes. A nadie le llamó la atención. Su personal se había encargado de todo. Otra tradición: en esas cenas familiares, los guardias quedaban fuera de los salones, no participaban del evento. Los recibió en el más lujoso de los salones del palacio real. La velada se desarrolló como de costumbre (aunque nadie podría afirmar que esas cenas eran “normales”). El rey monopolizaba la conversación, daba órdenes a sus hijos y a los demás, y expresaba su desagrado con las opiniones y actitudes ajenas, en especial con las de su hijo mayor, Dipendra. Hacía tiempo que la relación de Dipendra con sus padres se había deteriorado.
Los reyes veían que pasaban los años y su hijo no se casaba y por lo tanto no tenía descendencia. Le iban a presentar dos candidatas para sellar un matrimonio arreglado. Dipendra despreciaba estas prácticas. Lo que agravaba la situación era que él había presentado dos novias y ambas habían sido rechazadas por su madre.
En un momento, el anfitrión se ausentó. A nadie pareció importarle. Creyeron que había ido al baño o, tal vez, a tomar aire para evitar una confrontación con el rey. Pero no. Dipendra reapareció a los pocos minutos, vestido con atuendo militar y apuntando con las dos armas. Como un cazador fue tras sus presas, los miembros de su familia (no mató a nadie del personal de servicio). Monárquico hasta el final, empezó por el rey, su padre. Los testigos que sobrevivieron dicen que en la cara de Birendra no había enojado ni indignación, sólo sorpresa. Uno a uno fue cayendo el resto. Uno de sus hermanos se interpuso y le pidió que parara y que perdonara a su madre, la reina Aishwarya. Dipendra mató a su hermano y dejó para el final a su madre. Se paró frente a ella, le dijo que la perdonaba y le apuntó al medio de la cabeza. Fue su última víctima de la noche. 9 muertos y seis heridos de gravedad: el rey y la reina, dos princesas, un príncipe, cónyuges de ellos, hermanos del rey. O, si lo veamos desde el punto de vista del asesino: su padre, su madre, sus hermanos y hermanas, cuñados, algún tío.
Los guardias intentaban abrir las puertas que alguien había cerrado con llave. Tras romper un vidrio exterior, dispararon contra una cerradura. Al ingresar se dieron cuenta que no había mucho que hacer. El Príncipe pasó entre ellos.
El príncipe no miró para atrás. Caminó un centenar de metros hasta un puente que surcaba el jardín y desde allí, como contemplado su obra, se pegó un tiro en la sien.
El nuevo rey que agoniza
Los paramédicos encontraron a Dipendra con vida. Lo llevaron de urgencia al hospital. Respiraba pero tenía muerte cerebral. A lo que quedaba de la Casa Real no le importó. Dio una primera e inverosímil versión oficial de que se trató de un accidente múltiple, varias armas automáticas se dispararon solas arrasando con la familia gobernante. Como Dipendra era el primero en la línea sucesoria y el único heredero directo que había quedado con vida, alguien lo ungió rey mientras agonizaba. Fue un reinado breve: murió dos días después.
Dipendra en el mismo acto se convirtió en asesino serial, parricida, magnicida y, también, en rey.
Las historias de la realeza siempre han generado una particular atracción. La revista Hola, el éxito global de The Crown, los medios que durante años siguieron las desventuras amorosas de las princesas monegascas y las peripecias neerlandesas de Máxima, lo demuestran de manera cabal.
En las cortes hay glamour, pujas de poder, dramas pasionales, historias de relegamiento y frustración, ambiciones desatadas. Pero esta historia de la realeza supera a las demás. Es truculenta, tiene drama y sangre, y la tragedia y la locura traspasaron los límites imaginables. Con el correr de los años se agregó otro elemento más: el misterio y las teorías conspirativas que hicieron más complejas las explicaciones.
El príncipe Dipendra era querido por su pueblo. Se mostraba afable y cercano. La gente lo llamaba por su apodo, Dippy. Uno de los guardias del rey, tiempo después de la tragedia, declaró que su cara pública era muy diferente a la privada. Afirmó que era un joven resentido, gris, que “no había recibido de chico el amor que todo chico necesita”. Dicen que siempre llevaba un arma encima y que bebía grandes cantidades de alcohol.
La historia del rey parricida
Siendo muy joven se enamoró de una chica, una prima segunda, pero su madre desaprobó la relación. Para que se olvidara lo mandaron a estudiar a Londres. Fue al Eton School, el colegio de reyes, banqueros y gobernantes. El Rey Birendra creía que de esa manera lo preparaba para ser su sucesor.
En Londres, como tantos otros hijos de multimillonarios, corrían los cuentos sobre sus excentricidades. Sus prácticas de tiro, los autos importados, los paseos en helicópteros, las fortunas dilapidadas en una noche.
En los pasillos de Eton conoció a Devyani Rana, una hermosa nepalí, hija de un importante político de su país y descendiente de un maharajá indio. Y se enamoraron. Ese amor, parece, desató la tragedia.
Ambas madres se opusieron al romance. La reina Aishwarya no aceptaba por nuera, y por futura reemplazante de ella en el trono, a alguien que no perteneciera a la nobleza. Ella ya había pensado en dos candidatas para su hijo. Un matrimonio arreglado con alguna pariente lejana pero con sangre real.
Por su parte, la madre de Devyani no quería que su hija ingresara a la familia real nepalí. Decía que como cualquier madre ella no quería que su hija bajara el nivel de vida. Era tan fastuosa la vida de la familia de Devyani que ser reina significaba una caída en su status. Los Rana eran multimillonarios. La mujer hasta dudaba de que su hija pudiera sobrevivir en una casa tan pobre según sus parámetros. A pesar de la oposición de las familias, los jóvenes estaban dispuestos a continuar con su relación. Se vieron clandestinamente por años. El príncipe le rogaba al padre que le permitiera casarse con ella. Pero el rey no cedía. Para él esa boda no era un tema de amor sino un asunto de estado. Dipendra era el primogénito y de su matrimonio dependía la sucesión en el trono.
Tiempo después se supo que en el momento en que Dipendra se ausentó de la cena, además de cambiarse y tomar las armas, llamó a Devyani por teléfono y hablaron varios minutos. Fue con lo último persona con la que mantuvo una conversación.
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