No es por alarmar, pero estamos todos vivos de chiripa. En el último medio siglo pudimos sucumbir al desastre de una guerra nuclear muchas más veces de las imaginables. Una guerra nuclear, tal como está mandado, podría provocar la muerte de unas tres mil millones de personas, son cálculos optimistas, la desaparición de especies animales y la supervivencia bien acotada del resto de la vida humana en el planeta siempre y cuando el estallido no hubiera provocado un “invierno nuclear”. En tal caso, nos convertiríamos en los dinosaurios de la era moderna y nadie sabría más de nosotros hasta que una nueva especie humana, de perfil incierto, desenterrara nuestros fósiles miles o millones de años después, si es que ya entonces no somos petróleo.
ALBERTO AMATO // INFOBAE
En los años 60, el presidente de Estados Unidos, John Kennedy, sintetizó todo en una frase: “En caso de una guerra nuclear, los sobrevivientes envidiarán a los muertos”. Kennedy era un tipo de mente brillante, acaso adelantada a su época caracterizada por líderes un poco anquilosados; también fue un gandul de una vida sexual promiscua e imprudente, actividad que no lo privó de coraje, audacia y sentido común. Siempre temió que bajo su gobierno se desatara una guerra nuclear por accidente. Leyó un libro extraordinario sobre el origen de la Primera Guerra Mundial, “Los cañones de agosto”, de Barbara Tuchman, hizo comprar un par de decenas de ejemplares y los repartió a los miembros de su gabinete para que tomaran nota. Así y todo, Estados Unidos casi entra en conflicto nuclear con la Unión Soviética en manos de Nikita Khrushchev, cuando el líder soviético ordenó instalar, e instaló, misiles nucleares en la Cuba de Fidel Castro: apuntaban todos a Estados Unidos. Estuvimos a un pelo de la guerra total.
Si la decisión de borrarnos a todos del mapa estuvo durante años en manos de los líderes mundiales, como lo está también hoy, la incorporación de la tecnología, la más sofisticada, la más adelantada, la más segura, agregó un condicionante más al riesgo de la guerra: que la tecnología falle. No puede fallar, pero… Hoy deberíamos alzar una copa para celebrar que hace cuarenta y tres años, el sentido común privó sobre todo lo demás, ciencia, tecnología, paranoia y temores, y la guerra no estalló. Fue la madrugada en la que enloqueció un chip.
El 3 de junio de 1980, cerca de las tres de la mañana, los centros de control del Pentágono detectaron que doscientos veinte misiles nucleares, lanzados tal vez desde submarinos soviéticos, se dirigían hacia Estados Unidos. Doscientos veinte misiles nucleares son muchos misiles nucleares. Los esfuerzos defensivos están siempre apuntados a interceptar y destruir un arma nuclear de ataque antes de que llegue a destino. Después es tarde incluso para una respuesta acorde al ataque. Es un ajedrez peligroso y siempre fatal. Lo extraño de aquella madrugada fue que algunos radares no detectaban ataque alguno, y otros centros de vigilancia decían que los misiles eran veintidós y no doscientos veinte. Veintidós misiles, igual son muchos misiles, pero algo raro había en todo eso.
Los encargados de los centros de control que dependen del Pentágono, que están esparcidos por todos los Estados Unidos y siempre en alerta, todo el día de todas las semanas de todos los meses del año, decidieron chequear, pero de todos modos continuaron con el protocolo de defensa. Los protocolos de defensa, demás está decirlo, incluyen un contraataque inmediato con armas nucleares a la potencia agresora. Si me vas a borrar del mapa, te llevo conmigo. Esos vientos soplan, comandante.
De lo anterior se deduce que el gran desencadenante de una guerra nuclear bien puede ser el “por las dudas”, lo incierto, lo precario, lo dudoso. Lo que también hicieron aquella madrugada en el Pentágono, fue avisar al asesor de seguridad del presidente James Carter. Era Zbigniew Brzezinski, un polaco de Varsovia, hijo de padre diplomático que estaba de servicio en Canadá cuando Adolf Hitler invadió Polonia en 1939 y desencadenó la Segunda Guerra Mundial. En Canadá se quedaron los Brzezinski y allí estudió Zbigniew, para graduarse luego, en 1953, como doctor en Ciencias Políticas en Harvard, Estados Unidos.
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