No hay forma de evitar que una crisis de proporciones impredecibles empiece a horadar la centenaria democracia colombiana y que, al final, tal como ocurrió en Venezuela, sean los neodictadores marxistas y socialistas los que terminen imponiendo su modelo de control del Estado y la sociedad.
Predicción que confrontada con las fuerzas que militan en un lado y de otro, podría parecer absolutamente exagerada pero que, hasta ahora, en todos los países donde se ha puesto a prueba la paradoja de cómo partidos minoritarios que logran escalar el Poder Ejecutivo, terminan sacando fuera de juego a mayorias que los enfrentan desde la calle y el resto de los poderes, pierden la guerra y pasan a ser oposiciones que el tiempo empieza a convertir en invisibles y, al final, en inexistentes.
“La violencia es la partera de la historia” escribió Marx en el “Primer Tomo” de El Capital y lo que pareciera no ser sino otro de sus epigramas rabínicos concluye produciendo escalofríos cuando anotamos que la primera revolución socialista (la instaurada por los bolcheviques en Rusia en octubre de 1917) salió de un golpe de Estado y del clima de violencia generalizada que siguió a la “Primera Guerra Mundial”, que ya trajo incubadas las dictaduras socialistas del Norte de Europa, consecuencias de los Acuerdos entre los venecedores en Yalta y Potsdam en febrero y abril de 1945.
Sería inexcusable dejar en el tintero a la “Revolución Popular China” de 1949, cuyos orígenes pueden buscarse en la caida del imperio milenario chino y el establecimiento de la República por Sun Yat-sen en 1911, que, a su vez, trae el huevo de la serpiente que da lugar a la guerra entre nacionalistas y comunistas que conduce al triunfo de los últimos liderados por Mao Tse Tung, a la Revolución Cubana de 1958 que debe su desarrollo y consolidación al miedo de John Kennedy, presidente de EEUU y al Primer Ministro ruso, Nikita Kruschev a “calentar” la confrontación de postguerra, y, por último Vietnam, donde queda claro que no hay otro ganador de la “Guerra Fría” que el que se atreva a mantenerla hasta sus últimas consecuencias.
Quisiera aplicar esta última frase a un guerrillero y amante de la violencia colombiano que se llamó, Manuel Maralanda Vélez, alias “Tiro Fijo”, quien creó un ejército campesino, las FARC, se negó a firmar ningún acuerdo de paz con el establecimiento democrático de Liberales y Conservadores, a menos que se le cediera todo el poder o la mitad del mismo.
Y esta tesis la mantuvo durante 50 años, merodeando por selvas, ríos y desiertos, sin tomar el Palacio de Nariño en Bogotá es cierto, pero acumulando armas, recursos y seguidores, promoviendo alianzas y sin detenerse en tesis pacifistas de defensa de los Derechos Humanos, hasta que una década después de fallecido, sus herederos logran un “Acuerdo Paz” con los defensores de la democracia -fueran liberales, conservadores o continuadores-, donde se les reconoce como “coganadores” de la guerra y con legimitidad para establecer un poder paralelo por lo menos en la mitad de Colombia.
Señalemos que Gustavo Petro no es un sobreviviente de las políticas que desde el Tolima, el Vale del Cauca y el Putumayo dirigió personalmente Marulanda, sino un heredero, un caudaloso heredero, pues sin haber militado en las FARC, y siendo todavía un adolescente, se afilió al M-19 que crearon, Antonio Navarro Wolff y Carlos Pizarro con la pretensión de trasladar la violencia del campo y las selvas a las ciudades, participando o estando muy cerca de quienes asaltaron el palacio de Justicia en Bogotá el 7 de noviembre de 1985 que arrojó un saldo de 101 muertos, pagando con un año de cárcel la cuota que tenía que pagar, pero pasando de manera estelar al próximo capítulo de la historia que rehabilitó y recuperó al partido de los hombres que habían empezado sus acciones robándose la espada del Libertador, Simón Bolívar, al destacarse como un gran promotor de la “Constitución del 92” y de ahí a estrenarse en la política formal y oficial haciéndose de una diputaduría en la Cámara de Representantes en 1991, de donde se metamorsea, primero en Senador en el 2006 y después en alcalde en 2012 y en el rol que más réditos habria de darle hasta que ganó la presidencia: un enemigo sin tregua de las políticas del presidente, Álvaro Uribe, un presidente a quien amenaza con destituir y llevar a la cárcel a través de la hábil invención de “los fasos positivos”.
Ya convertido en una figura política nacional por sus propios medios, se va del M-19 y de otro minipartido que funda, el Polo Democrático Alternativo, se lanza como candidato a la presidencia en el 2010 obteniendo un ridículo 15 por ciento, le va mejor en otra postulación presidencial en el 2018, donde logra el segundo lugar, y se mantiene como un independiente en busca de aliados para llegar al poder, y aquí le cae del cielo, Juan Manuel Santos, quien rompe con su promotor y factotum, Álvaro Uribe, una vez que este lo apoya y promociona para llegar a la presidencia (mayo, 2010) y percibe que este politiquero entrado en carnes, amigo de los tragos y pésimo orador, le puede ser de alguna utilidad para agitar las “hordas” antiuribistas y, de alguna forma, sacar al antioqueño de la política y llevarlo a la cárcel.
La gran plataforma de Santos para lograr estos objetivos es el “Acuerdo de Paz”, donde reúne a los comandantes de las FARC, a los camaradas del gobierno cubano, al Papa Francisco, a su “nuevo mejor amigo”, Hugo Chávez, al presidente de EEUU, Barack Omaba, al financista y globalista, George Soros, y ¡maravilla de maravillas!, a la nueva estrella de política colombiana: Gustavo Petro.
Santos se enamora de Petro, le impresiona su capacidad de estar bien con Dios y con el Diablo pero sin olvidar que su principal enemigo es Uribe, es estimado y avalado por Timochenko, no es amigo ni trata mucho a Chávez pero dice que “conjuntamente con Lula es el político latinoamericano que más admira” y -otra sorpresa que le mueve el piso-, también se reune y recibe apoyo económico de los capos del “Clan del Golfo”.
En otras palabras que, Santos ha encontrado al candidato para derrotar al de Uribe que venga sustituir a Iván Duque en las elecciones presidenciales del 2022, pues tiene un minipartido propio (el Centro Histórico) pero seguro que arrastrará los votos que aun siguen a las FARC, los liberales y conservadores peleados con sus cogollos, los disidentes del uribismo que dicen que el antioqueño debe ya echarle un “parao” a la política y los del “santismo”, que es la organización política más corrupta de la historia colombiana.
En cuanto a los “fondos” para la campaña y la victoria sobran, pues están los de la narcoguerrilla, los de Maduro, los del “Clan del Golfo” (cártel que sustituye a los de Cali y Medellín), los de los empresarios del campo y las ciudades que se quejan de los excesivos impuestos, y -last but not least-los de George Soros, que lidera un enjambre de magnates globalistas que le darían a Petro lo que quiera si promete “legalizar” la cocaína.
Se trata de un mercado virgen que por prejuicios de los trillonarios puritanos norteamericanos se le continúa dejando a las mafias de Colombia, México y los EEUU, en vez de reconocerle sus aportes a la salud, al entertainment, y lo que podía significar para el “cambio climático” si sustituimos la explotación petrolera con los sembradíos y el mercadeo de la cocaína.
Petro oye al maestro Santos y desde ahí es un militante fascinado con las tesis del “cambio climático”, las “políticas de ideología de género”, el feminazismo y la “legalización de la cocaína” que se le convierte en su obsesión.
Digamos que la actual crisis en el gobierno colombiano, no es entre el petrismo y la oposición, sino entre los grupos de distintos orígenes que integran el oficialismo del “Centro Histórico” y que se pelean por los remanentes financieros de la campaña que llegaron desde las empresas de Soros, el Madurismo y del siempre presente narcotráfico colombiano que no termina de expandirse y crecer.
Puedo demostrarlo contando los intríngulis del último proceso, que llaman “Proceso 15.000”, recordando aquel “8000” que estuvo a punto de dar al traste con el gobierno de Ernesto Samper (1994-98)
La trama es sencilla y apropiada para un guión de telenovela o película serial tipo Neflix y comienza cuando la abogada, Laura Sarabia, jefe del Despacho de la Presidencia, ordena detener extrajudicialmente, a la señora, Norelbys Meza, niñera de sus hijos y encargada de los asuntos domésticos de su casa. ¿Razones? La acusa de haberle robado 7.000 dólares (unos 14.500 millones de pesos al cambio) y como esta se niega a confesar la manda a conducir a un sótano del Palacio de Nariño, donde es sometida a tortura, vejaciones, amenazas, se le hace una prueba de Polígrafo y al final regresa a su lugar de trabajo, la casa de Laura Sanabria.
El argumento, sin embargo, se complica porque la señora, Meza, también había trabajado como niñera y doméstica, en casa de Armando Benedetti, actual embajador de Petro en Caracas, y es llamado por su exempleada y oye asombrado todos los abusos y atropellos que recibe de parte de la abogada Sanabria y sus escoltas en el Palacio de Nariño.
Benedetti es el tercer, o cuarto, o quinto funcionario de mayor rango en el gobierno de Petro, un alcohólico y cocainómano de alto rango también, y por teléfono acusa a Laura Sanabria de estar en una conspiración en su contra, dice que Petro también conspira con él y amenaza con denunciar los ilícitos de la administración del “Centro Histórico”, así como a los financistas de su campaña que, dezliza, son los capos del “Clan del Golfo”.
Y hasta aquí los sucesos de la niñera y su empleada, Laura Sanabria, que no hubieran pasado de ahí, si los insultos de Benedettí contra Petro y su jefe de Despacho, no se filtran a los medios y encienden de nuevo a Colombia en otros de los acostumbrados escándalos entre los presidentes, los partidos, la política y el narcótrafico.
Pero Petro se reduce a despedir de sus cargos a Sarabia y Benedetti y dice que es una ofensiva de los partidos que se oponen en el Congreso a su plan de reformas.
Y “culmina” así su actuación sobre el caso convocando a una manifestación en el centro de Bogotá para demostrar que el “Cambio” no se detendrá y mientras se escuchan los motores de un avión que lo llevará a La Habana a firmar el documento que da inicio a un acuerdo de paz con el ELN, nos hace recordar a Marulanda, Chávez y Fidel, los cuales eran maestros en el arte de “huir para adelante”.