Ernst Röhm los miró con desprecio. Sabía que la suerte estaba echada. El final era inexorable. Él sólo podía elegir de qué manera morir. Los dos oficiales perdieron compostura, la seguridad que blandían minutos antes se evaporó ante el gesto feroz del encarcelado. Casi con timidez, como pidiendo permiso, dejaron el arma sobre la única mesa del calabozo estrecho. “Tiene diez minutos para suicidarse”, le dijeron y salieron rápido del lugar; si alguien los hubiera visto de lejos, habría creído que estaban escapando. Röhm, el condenado, levantó la voz. Hizo que frenaran. Los dos oficiales nazis giraron y lo escucharon decir: “Díganle a Hitler, que si tiene el coraje suficiente, venga a dispararme él”.
Por infobae.com
En la antesala de la celda, esperaron esos dos y una decena más de funcionarios nazis. Nadie hablaba. Sólo retumbaban los pasos de las botas y se escuchaban los silbidos nerviosos de las pitadas de los cigarrillos. Le dieron más de diez minutos. Pero nada pasó. Escuchar el disparo los hubiera aliviado. El Führer por teléfono exigía novedades. A los dos oficiales no les quedó más remedio que regresar con el detenido. Apenas traspasaron la puerta lo vieron. En medio de la celda, imponente, los esperaba Röhm, el líder de las SA. Se había sacado la camisa. Los brazos en jarra, sacando pecho, los ojos furiosos. Los invitaba a dispararle al pecho. En su mirada había una advertencia: no fallen o se van a arrepentir.
La noche del 30 de junio de 1934 en Alemania se produjo la primera gran matanza política del nazismo. La Noche de los Cuchillos Largos. Aunque fue mucho más que una noche y no hubo cuchillos ni otras armas blancas. Se trató de dos días en los que Hitler desplegó una gran purga para aniquilar a sus opositores políticos, a aquellos que habían estado hasta hacía poco de su lado ahora podían hacer peligrar su preminencia. A pesar de que ya pasó casi un siglo, el número de muertes de ese raid criminal no se conoce con precisión. Al menos 85 personas fueron asesinadas (algunos creen que pueden haber sido casi doscientas) y varios centenares fueron detenidos.
Más allá de la eliminación de quienes podían oponerse a Hitler y de los que podían disputarle el poder, la Noche de los Cuchillos Largos trajo otra consecuencia terrible: institucionalizó la ejecución de ciudadanos sin la necesidad de juicio previo. La palabra del Führer convertida en la instancia superior, su voluntad como ley última del estado. Y así seguiría siendo por más de una década.
Ernst Röhm era el líder de las SA, una fuerza paramilitar que había crecido de manera desmesurada. Tenía alrededor de 3 millones de militantes que eran llamados los Camisas Pardas. Un grupo de choque desbordado y temible. Röhm tenía un largo pasado. Había combatido en la Primera Guerra Mundial. En los meses iniciales del conflicto bélico, una bala atravesó su cara. Estuvo grave pero se salvó. En uno de los pómulos quedó la marca, una especie de escalón (y de cucarda) que sobresalía, que alteraba la simetría, pero que aumentaba la ferocidad de sus gestos. En 1918 otra bala perforó su tórax. Una vez más sobrevivió contra todo pronóstico. Para aumentar su aura de invencibilidad, fue uno de los pocos de su batallón que no sucumbió ante la gripe española. Si su físico se recuperó ante cada adversidad, no lo hizo su espíritu. La derrota, el Pacto de Versalles y la humillación germana pesaban sobre él. Las marcas de la guerra no sólo estaban en su cara. Fue uno de los que acompañó a Hitler en el frustrado Golpe de la Cervecería. Röhm estuvo preso quince meses por ese levantamiento fallido. Desde ese momento fue cercano al futuro Führer: era uno de los pocos que se animaba a tutearlo y a desafiar sus ideas y ocurrencias.
Röhm se puso al frente de las Camisas Pardas y sus filas fueron creciendo exponencialmente. La enorme cantidad de militantes y su acción directa, que atemorizaba a varios, le hizo ganar poder. También hizo que su ambición se desbocara luego de que en 1933, Hitler fuera nombrado canciller. Alemania, en virtud del Pacto de Versalles, tenía limitado su ejército a los 100.000 hombres. La SA llegó a tener 3 millones de inscriptos. Para Röhm fue casi natural pretender que sus hombres, que su fuerza, reemplazara al ejército, que las Fuerzas Armadas se subordinaran a él. Aprovechando su ascendencia con Hitler intentó desplazar al ministro de defensa para ser nombrado en su lugar. Era el paso necesario para lograr el objetivo. Von Hindenburg, héroe de la Primera Guerra, y garante de la inestable nación, se opuso. Hitler, también. Pero sus motivos eran diferentes: no quería que nadie tuviera poder. Desde su asunción, en pocos meses, había logrado acallar a todos los partidos opositores. Había prohibido a las otras agrupaciones, encarcelado y perseguido a los líderes políticos de otro signo. Sólo podía encontrar resistencia en sus propias filas. Y quien tenía la personalidad, la ambición y los hombres para animarse era Röhm.
Los Camisas Pardas provocaban el terror y asolaban las distintas ciudades alemanes. Rompían negocias, destrozaban edificios y hasta linchaban ciudadanos. Parecían fuera de control. Hindenburg citó a Hitler y le dio un ultimátum. Debía controlar a Rohm y sus hombres, recortar las atribuciones e influencia de las SA, o perdería el poder; ordenaría que el ejército interviniera y traspasaría el poder.
Eso fue lo que terminó de convencer a Hitler de entrar en acción. Himmler, viejo colaborador de Rohm, se puso del lado del canciller. Entre ellos Göring y Goebbells planearon las acciones y pusieron en marcha el Plan Colibrí, destinado a terminar con cualquier oposición posible dentro del Partido Nazi: la purga definitiva.
Organizaron diversas reuniones con los líderes de las SA y los detuvieron. Hitler en persona ordenó detener a Röhm después de juntarse con él en un hotel. Hubo algunos disturbios callejeros. Esa madrugada, la del 30 de junio, dio la orden. Bastó una palabra, un llamado telefónico entre Berlín y Munich, entre Göring y Goebbels, para que la matanza de más de 80 personas se pusiera en marcha, para que La Noche de Los Cuchillos Largos (el nombre tiene origen en una leyenda artúrica) se pusiera en marcha. La comunicación telefónica duró apenas segundos: Colibrí, dijo una voz grave. Y cortaron. Era la palabra clave. Y varias bandas oficiales salieron a la caza de los hombres de Rohm, quien siguió durante unas horas detenido sin que Hitler diera la orden de su ejecución; la duda tal vez tenía origen en aquella añeja camaradería. Pero Himmler y Goring convencieron a su jefe: Röhm debía ser ejecutado.
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