Ser
Mi padre, el doctor Gustavo Tovar-Báez, en su juventud fue comunista. Militó y fue partidario del marxismo acomodado y burgués (sí, muy burgués y sifrino) de la elite caraqueña. En estos días un muchacho que desciende de esa estirpe de adinerados socialistas –igual que yo– usó la palabra “sifrino” para referirse a sus amigos que en el exterior se quejan de la realidad venezolana. Todos son –somos– iguales aburguesados, quejones, nietos e hijos del sifrinísimo y cínico “socialismo” venezolano.
Me distingo de ellos por varios motivos. El principal: mis amigos no son quejones, han luchado, sangrado, han sido encarcelados, torturados y asesinados por el socialismo.
Viven en el exilio obligados, como yo: por luchar.
Ensanchar
Soy ciudadano del mundo. Mexicano por mi madre, por mis principios morales y por toda mi formación intelectual (Octavio Paz ha sido un astro solar en la galaxia de mis ideas). Venezolano por mi padre, por mis pasiones y dolores, por todas las desgarraduras y heridas que el país ha causado a mi espíritu. Y estadounidense por mí mismo, por su cosmovisión universal, por su historia política, por Jefferson, por su cinematografía, su democracia y su libertad.
La humanidad cambia según la nacionalidad que la mire. Ser mexicano, venezolano y estadounidense ensancha mi visión de lo humano, pero también lo invisibiliza y desvanece.
Lo espiritualiza. Mi lucha es espiritual.
Habitar
La relación con mi padre, el aburguesado comunista (como lo son todos), era espiritual. Nos aliaban lecturas, música (todavía recuerdo cuando muy niño me hizo escuchar por primera vez el Adagio de Albinoni), poesía y filosofía. Andrés Eloy Blanco para él fue cardinal. También las ideas políticas y su cegato amor por las revoluciones, en especial la de Cuba. En su altar de veneraciones estaban Marx, Lenin, Castro, su amigo Alí Primera, Petkoff, ah, y Rius (caricaturista mexicano), entre muchos otros.
Su brújula me permitió abrir caminos propios: la Ilustración francesa, los poetas malditos, Cioran, el boom latinoamericano de novelista, Octavio Paz, Vasconcelos.
Padre e hijo habitábamos el hermoso mundo del espíritu.
Deshacer
Pese a que mi padre, como todo padre bohemio venezolano, era un irresponsable en lo básico: la manutención, el quehacer diario o el buen ejemplo; en lo afectivo y fraternal era formidable, más bien, único. Siempre comprensivo y –a su modo– formativo. Siempre estaba, en las buenas y en las malas, siempre. Era cómplice, es decir, bastón y almohada. No discutíamos; disfrutábamos el uno del otro. Era tema admirado entre amigos o desconocidos nuestra complicidad.
Aún extraño –siempre lo haré– aquel vínculo que parecía infranqueable, roca sólida a toda prueba. Nunca imaginé que una ideología, más bien, una peste nos separaría.
El chavismo nos deshizo.
Destrozar
Comunista, irresponsable, bohemio y “revolucionario” (es decir, albergue humano de resentimiento), mi padre cayó en los cínicos tentáculos del chavismo con facilidad, que nos separó aunque no de manera definitiva sí de modo mortal. Con la llegada de Chávez al poder nuestras conversaciones eran a gritos. Lo perdí, se convirtió en un alienado, irracional y agotadoramente fanático. Murió la universalidad y la magia en él, se convirtió en un devoto arrodillado frente al altar del cinismo.
Asfixiante, él cargado de tabúes y de ideas fijas opté por distanciarme de él, dejé de hablarle. Con el tiempo, ya repletos de heridas ambos, abjuro del chavismo, le mentó la madre, se arrepintió, me pidió perdón, pero era demasiado tarde. Murió a los pocos meses.
Es lo más dramático que ha hecho el chavismo: deshacer a la familia, destrozarla…
(Muchos podrían escribir lo mismo que yo).