El 13 de julio de 1954 llegó a su fin la maravillosa vida breve (y tortuosa) de la pintora mexicana Frida Kahlo. Fue un martes a la madrugada en su Casa Azul de Coyoacán -entonces DF, hoy Ciudad de México-, en la que había nacido 47 años antes bajo el nombre Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón. Su última anotación, días antes de morir, funcionó como despedida: “Espero alegre la salida y no volver jamás”. La salida se precipitó por una embolia pulmonar, aunque también se especuló -a falta de autopsia- con una sobredosis de demerol, opioide que solía inyectarse sola para paliar su martirio físico. En cuanto al deseo de no volver, bueh, pobre Frida: ni siquiera logró irse. A 69 años de su muerte, en pleno siglo XXI, no sólo perdura como artista plástica notable y personaje mitológico: se reconvirtió en ícono pop, feminista, LGBT y un sinnúmero de etcéteras.
Por infobae.com
La velaron en el Palacio de Bellas Artes, a cajón abierto, con su look legendario. Diego Rivera -el hombre de su vida, el amor tóxico y perdurable, el par artístico de la influencia mutua- tenía la mirada perdida. Lo rodeaban grandes personajes de la cultura -sobre todo del arte popular mexicano de raíces indígenas- y la política, como el muralista David Alfaro Siqueiros y el ex presidente mexicano Lázaro Cárdenas. Arturo García Bustos, un estudiante, cubrió el féretro con una bandera con la hoz y el martillo, un gesto que le costaría el puesto al director del Palacio, Andrés Iduarte. Al día siguiente, en el Pantéon Civil de Dolores, el cadáver de Frida fue lanzado al fuego por los propios deudos y admiradores (que en medio del furor fanático le arrancaron los anillos rumbo al horno): una cremación que fuera de México causó estupor, la forma de azteca, tan abierta, de vincularse con la muerte. Cumplían con el deseo de ella: “Quemen mi cuerpo. No quiero que me entierren. He pasado demasiado tiempo acostada. Sólo quémenlo”.
Rivera narró lo que había visto en el lecho de muerte. “Me quedé junto a su cama hasta las dos y media de la mañana. A las cuatro se quejó de un severo malestar. Cuando un médico llegó, al amanecer, descubrió que había muerto poco antes. Cuando entré a su cuarto para verla, su rostro estaba tranquilo y parecía más bello que nunca. La noche anterior me había dado un anillo, que me había comprado como regalo de nuestro vigesimoquinto aniversario, para el que faltaban diecisiete días. Le pregunté por qué. Me contestó: ‘Porque siento que te voy a dejar dentro de poco’. A pesar de que sabía que iba a morir, ha de haber luchado por la vida. De otra forma, ¿por qué se vio obligada la muerte a sorprenderla quitándole el aliento mientras dormía”.
Esta suerte de lirismo tanático era común a ambos. Varias veces, Frida declaró que estaba siendo “asesinada por la vida”, y no le faltaba razón: una sucesión de infortunios se ensañaron contra su salud desde que nació -once meses después de la muerte su hermanito recién nacido-, en medio de una fuerte depresión materna. El sufrimiento fue su marca de origen, y origen de su arte. “Tan absurdo y fugaz es nuestro paso por este mundo que sólo me deja tranquila saber que he sido auténtica, que he logrado ser lo más parecido a mí misma”, dijo, poco antes del fin. Y también: “Dolor, placer y muerte no son más que el proceso de la existencia. La lucha revolucionaria en este proceso es una puerta abierta a la inteligencia”.
Crear desde el dolor
Los suplicios de Frida Kahlo han sido descriptos hasta el hartazgo. A vuelo de dron: que nació con espina bífida, malformación de la columna vertebral que provoca daños en la médula; que a los seis años padeció poliomielitis, que sus compañeros de escuela la llamaban “la renga”; que a los 18 sufrió un accidente sólo imaginable en pesadillas como “Crash” (elijan: la novela de J.G. Ballard o la película de David Cronenberg), que el ómnibus en el que viajaba con su novio, Alejandro Gómez Arias, fue embestido por un tranvía, que un pasamanos se le incrustó en la pelvis y le asomó por la vagina (“La forma más brutal de perder la virginidad”, bromearía ella), que su columna se partió en tres y su pierna derecha -escuálida, débil, afectada por la polio- en once, que tuvieron que practicarle 32 cirugías. ¿Suficiente? No. Más adelante debieron amputarle dos dedos de un pie; después la pierna derecha: hasta sus prótesis se incorporaron, de alguna manera, a su obra. Acá sí paramos.
¿Fue Borges el que dijo que todos los padecimientos y todas las desdichas deben convertirse, en el caso de un artista, en materiales de su obra? Frida Kahlo fue un magnífico ejemplo: en sus pinturas, surgidas a partir del accidente, su dolor se convierte en arte y viceversa. Postrada en una cama, rígida en su corsé, copiaba su cara de un espejo montado en el dosel, ayudada por un andamiaje que le permitía incorporarse a medias y con esfuerzo. “Me pinto a mí misma porque paso mucho tiempo sola y soy el motivo que mejor conozco”, decía. Cincuenta y cinco de sus principales obras fueron autorretratos: introspectivos y, al mismo tiempo, testimoniales de su vulnerabilidad y sus tormentos. “El marco”, pintado en 1938, se convirtió en la primera pintura de una artista mexicana del siglo XX en ser comprada por el Louvre, en 1939. Hoy se exhibe en el Centro Pompidou de París.
Para leer la nota completa pulse Aquí