A las 2 de la tarde del 16 de agosto de 1977, Elvis Presley, de tan solo 42 años, llevaba varias horas muerto. Su cuerpo estaba tendido sobre el piso del baño. Y su cabeza descansaba en un charco de vómito. Vestía un pantalón de pijama dorado enrollado en los tobillos y estaba recostado sobre un libro, que algunos afirmaban que era el Santo Sudario y otros, un libro ilustrado sobre las posturas sexuales según el signo zodiacal. Lo halló su última novia, Ginger Alden, que tenía sólo 20 años, a quien había conocido poco antes, cuando la chica acompañó a su hermana, consagrada Miss Tennessee, a Graceland. Ella despertó cerca de las 2 de la tarde y notó su ausencia en la cama. Sin levantarse, lo llamó desde allí, pero al no tener respuesta, decidió buscarlo.
Por infobae.com
Dentro de la magnífica mansión de Memphis, el baño en particular se destacaba por su amplitud y luminosidad, así como por los lujosos muebles que lo adornaban: una bañera de tres metros de diámetro, un televisor y un inodoro que parecía un trono negro con detalles en oro. Fue lo último que vio Elvis.
Cuando vio el cuerpo, Ginger soltó un grito por la impresión. Golpeó su espalda y trató de reanimarlo, pero fue en vano. El guardia de seguridad, alertado por el grito, llegó corriendo al lugar, pero el peso del hombre dificultó sus intentos por voltearlo. Con la ayuda de otros dos, finalmente lograron girar su cuerpo.
Vernon, el padre de Elvis, un hombre mayor de más de 70 años, estaba apoyado contra una pared y lloraba en silencio mientras se despedía de su hijo. Mientras tanto, Lisa Marie, la hija de 9 años, lloraba la pérdida de su padre en un rincón, ocultando su cara entre las piernas.
Unos 10 minutos después, un médico llegó al lugar y decidió trasladar al hombre a un hospital, a pesar de la evidente futilidad de la situación. Colaboraron para llevar a Elvis hasta la ambulancia que se aproximaba, pero ya era demasiado tarde para salvarlo. El Rey había muerto.
El ocaso
La leyenda del rock vivió sus últimos años en medio de una espiral descendente, marcando un compás de decadencia y nostalgia. En este período final, cada año parecía fundirse con el anterior en una secuencia de desgaste constante. Discos decepcionantes y presentaciones en vivo erráticas dejaban al público anhelando la grandeza que solía caracterizarlo. No obstante, el reflejo más doloroso de esta caída se encontraba en su propia imagen, un cuerpo ya frágil que, en cada aparición pública, mostraba signos inequívocos de deterioro.
En la década de 1970, el Elvis que emergía en el escenario era una parodia de sí mismo, una sombra grotesca de su antiguo esplendor. Sus características patillas, el exceso de peso y los atuendos extravagantes se combinaban para formar una imagen que contrastaba amargamente con su genialidad pasada. Este último período, tan lejano de su fama inicial, contrastaba con su juventud, resaltando un aspecto que se aferraba a su genio como un espejismo distorsionado.
En 1969 tuvo una efímera resurrección cautivando a su audiencia con icónicas presentaciones en Las Vegas, un regreso triunfante de un período de opacidad artística. Pero fue un espejismo que se desvaneció en apenas un año. 1970 marcó el inicio de un declive imparable.
Inicialmente, sus fallos en el escenario pasaron desapercibidos. Sin embargo, con el tiempo, las críticas se filtraron en las reseñas, exponiendo las grietas en su aparente resplandor. Mientras tanto, en el estudio de grabación, sus producciones carecían de brillo. Álbumes como “Having fun with Elvis on stage” eran recopilaciones insípidas de sus divagaciones entre canciones en el escenario, desprovistas de gracia o sentido.
Sus movimientos en el escenario, una vez llenos de energía, se convirtieron en una caricatura. Incluso sus improvisados intentos de demostrar habilidades en artes marciales se volvieron incoherentes, a menudo resultando en incidentes como el desgarro de su pantalón debido al aumento de peso. A pesar de esto, momentos brillantes de su esencia artística aún emergían de manera intermitente, recordando a la audiencia la grandeza que había perdurado en su pasado.
Sorprendentemente, a pesar de su decadente estado físico, Elvis seguía irradiando una sexualidad magnética que atraía a las masas. Su traje blanco, cada vez más ajustado, parecía desafiar las leyes de la estética convencional, recordando a todos que, a pesar del declive, seguía siendo el inigualable Rey.
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