Una noticia alucinante: “Un sevillano acusado de maltratar a dos exnovias se cambia de sexo y pide indulto del gobierno» (de España).
Aprovechando la posibilidad del cambio registral de sexo que existe en ese país, Milán (antiguo Antonio) podría evitar la pena de prisión que pesaba sobre ella cuando era él.
Solo reseño la noticia aparecida en la prensa como curiosidad y para aclarar que no será este el tema de este escrito, sino otro: el miedo al futuro. Resulta que entre la generación de nuestros padres y la nuestra se ha dado un cambio radical de perspectiva vital: hemos pasado del miedo al pasado al miedo al futuro.
Todos los nacidos antes, durante o después de las guerras, en el caso de los europeos, o en tiempos de dificultades y pobreza, en el caso latinoamericano (es decir siempre), vivieron su vida con el temor al retorno de las tragedias vividas en el pasado.
Quien esto escribe creció en Maracay, en un hogar en el cual cuando uno dejaba comida en el plato, se la obligaban a comer porque en España había habido una guerra civil en la cual «¡se pasó mucha hambre». Yo crecí con la convicción de que no hay que dejar nada en el plato, sea poco o mucho lo que te sirvan. El sobrepeso con el que crecí tiene nombre y apellido: Francisco Franco Bahamonde, el mismo que mantuvo flaquitos a los de la generación anterior.
Del miedo al pasado de nuestros padres, a los que nos tocó ser partícipes de un tiempo de progreso material y técnico, nos ha invadido un miedo al futuro: la inquietud de qué será de nosotros y de nuestros hijos, no solo en materia tecnológica, sino también con tantos «avances» sociales, culturales y antropológicos. Esto nos agobia y nos quita el sueño. Los cambios tan acelerados en todas las áreas del quehacer humano nos desconciertan y anticipan en nosotros un porvenir babélico.
Uno imagina un futuro en el que serán suprimidos los embarazos y los partos, al menos en los países tecnológicamente avanzados. A los bebes volverá a traerlos la cigüeña desde Paris.
Probablemente se conciban y formen en «gestadores» diseñados para sustituir el embarazo femenino, donde los nuevos seres humanos se desarrollen sumergidos en líquido amniótico y placenta artificial donde se les moldeará, quizá, con una sexualidad neutra, como las muñecas y muñecos con los que jugaban nuestras hermanitas, que no tenían nada debajo que permitiera determinar su sexo, más allá de la apariencia exterior.
El «avance» en las comunicaciones y las redes sociales, privilegiarán un mundo virtual por encima del real; los defensores del planeta podrían llegar incluso a proponer el aniquilamiento de humanos perjudiciales al ecosistema; los derechos de los animales serán superiores a los derechos humanos y probablemente las mascotas sean artificiales, como en Blade Runner; habrá superesataciones espaciales controladas por inteligencia artificial, como en 2001 Una odisea del espacio; las máquinas terminarán siendo dueñas de nuestro destino con el desarrollo de la IA, como en Terminator, y al final del mundo acabará gobernado por gorilas, como en El planeta de los simios (bueno, creo que esta parte ya llegó hace tiempo).
San Pablo, poco antes de su martirio, le escribe una carta a Tiomoteo (no Zambrano, el otro) en la que se lee esa frase bíblica a la que tanto se recurre cuando vemos cosas asombrosas: «¡…y vendrán tiempos peores!».
Pero en esa elocuente carta del «apóstol de los gentiles» se dicen otras cosas que vienen a cuento para cerrar del tema de hoy:
«… habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, sin afecto natural, implacables, calumniadores, intemperantes, crueles, aborrecedores de lo bueno, traidores, impetuosos, infatuados, amadores de los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella… los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados».
Por eso, de cara al futuro, San Pablo da Timoteo un consejo que nos tocará emular: «persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste».