La mañana del 2 de octubre de 1930, Gordon Northcott fue ejecutado en la prisión californiana de San Quintín. Durante cuatro años convirtió su granja en una mazmorra donde retenía a sus víctimas hasta matarlas
“¡Una oración! ¡Por favor, una oración!”, rogó en un grito el reo, ya con la soga al cuello, sobre el cadalso montado en el patio de la prisión de San Quintín, pero ninguno de los presentes pronunció una palabra en su favor – ni ante Dios, ni ante nadie – salvo el capellán de la cárcel, que lo hizo apenas en un murmullo que ni los más cercanos pudieron escuchar.
Por Infobae
Cuando los pulmones de Gordon Stewart Northcott dieron el último estertor – que fue más audible que la oración del cura – y su cuerpo pendiendo de la soga se terminó de balancear en el aire, todos los presentes – y muchos ausentes – respiraron aliviados.
Esperaban que, con su muerte, desaparecieran también su memoria y sus marcas. No solo las de sus horribles crímenes sino también el estigma que dejaba sobre un pueblo que no demoraría en cambiar su nombre para que no la asociaran con el asesino y la vergüenza de una policía que, para mostrar que había resuelto un caso, obligó a una madre a reconocer como propio un hijo que no lo era, porque el suyo ya estaba muerto.
“El Asesino del Gallinero”, como lo llamaban los medios de Los Ángeles y de toda California, fue ejecutado la mañana del 2 de octubre de 1930 y menos de un mes después – el 1° de noviembre – el pueblo rural llamado hasta entonces Wineville cambió su nombre por reclamo popular y pasó a llamarse Mira Loma, como si de esa manera pudiera hacer olvidar al mundo que había sido el escenario de “los crímenes de Wineville”.
Northcott dejaba detrás de sí un reguero de cadáveres de niños a los que había secuestrado, violado y asesinado, algunos en complicidad con su sobrino, que también había sido su víctima, y otros con el consentimiento de su madre. Lo condenaron por dos secuestros y asesinatos, pero era culpable de muchos más y se llevó a la tumba – lo enterraron dentro del predio de San Quintín – el secreto de otras víctimas cuyos cuerpos nunca fueron encontrados.
Abusador serial y asesino
Corría 1926 y, al principio, Gordon intentó secuestrar niños que veía por la calle, pero pocas veces tenía éxito, porque le costaba que se acercaran y subieran a su vehículo.
Cuando lo conseguía, los llevaba a la granja, los encerraba en el gallinero los desnudaba y los violaba. Finalmente los volvía a subir a su auto y los dejaba en algún lugar descampado, con la amenaza de que volvería a buscarlo si se atrevía a contar qué le había pasado.
La frecuencia de los secuestros aumentó cuando se dio cuenta de que resultaba mucho más fácil engañar a los chicos si usaba a su primo Sanford como señuelo. La presencia de otro chico arriba del auto resultaba tranquilizadora para las futuras víctimas, que confiaban y aceptaban subir.
Para entonces, el violador ya no volvía a dejar en libertad a los chicos que lograba secuestrar. Por temor a que alguno no hiciera caso de sus amenazas y lo denunciara comenzó a matarlos, luego de mantenerlos varios días encerrados en el gallinero, convertido en una verdadera mazmorra.
Evitó así que alguna víctima lo denunciara, pero obtuvo algo peor: la policía comenzó a recibir un aluvión de denuncias de chicos desaparecidos.
Entre los niños que la policía buscaba se contaban los hermanos Lewis y Nelson Winslow, desaparecidos en 1928, un niño mexicano que la policía no se dignó a identificar, y el pequeño Walter Collins, cuyo caso se convirtió en un escándalo de corrupción policial.
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