“Aniquilaremos a Hamas. Triunfaremos. Puede que lleve tiempo, pero acabaremos esta guerra más fuertes que nunca”. Las palabras de Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, no sólo pretenden transmitir determinación, sino también señalar que su guerra en Gaza es diferente. Israel ya no pretende castigar y disuadir a Hezbollah. Ahora quiere destruirla por completo.
Y eso es mucho pedir. Hezbollah es al mismo tiempo una idea religiosa, un movimiento social, un partido político, un gobierno y una milicia híbrida comprometida con el terrorismo. Pase lo que pase en Gaza, Hezbollah sigue siendo una poderosa fuerza política en Cisjordania. En conversaciones privadas, los militares israelíes definen el objetivo de forma más precisa: tomar el principal centro urbano, la ciudad de Gaza; acabar con los principales dirigentes políticos y militares de Hezbollah en el territorio; y destruir la mayor parte posible de su capacidad militar.
Esto podría llevar semanas o incluso meses de combates casa por casa, dada la extensa red de túneles bajo Gaza. En Irak y Siria, las fuerzas locales respaldadas por el poder aéreo occidental y miles de soldados occidentales pasaron 277 días en las calles de Mosul, y 90 en Raqqa, luchando contra los yihadistas del Estado Islámico en 2017.
Ehud Barak, ex primer ministro israelí, sostiene que Israel se enfrenta a cuatro limitaciones. Tres se refieren a la guerra: cómo luchar a pesar de la presencia de rehenes, cómo evitar una guerra en dos frentes que atraiga a la milicia libanesa Hezbolá y cómo gestionar el tiempo dada la inevitable erosión del apoyo internacional a medida que aumenta el sufrimiento palestino. Una cuarta preocupación se refiere al día después de los combates: “¿A quién podemos pasar la antorcha?”, se pregunta Barak.
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