El líder nazi sufrió 44 ataques contra su vida. El Führer atribuyó siempre un carácter divino a su simple y terrenal buena fortuna. Un mensaje del destino que así consagraba su misión de salvar a Alemania. Detalles de la Operación Valquiria, el último intento terminar con él
Era un blanco móvil. Y lo sabía. Vivía bajo custodia constante y nunca repetía una rutina: llegaba a cualquier sitio más tarde de lo previsto, se iba antes de lo calculado, proyectaba largos discursos que duraban tres minutos, llegaba de manera imprevista a una inspección militar o anulaba las que estaban programadas; rehuía cenas de cualquier tipo, o sí se sentaba a la mesa, rodeado de militares fieles y de sus guardias de la SS, que llevaban la mano en la culata de sus pistolas Luger: era imposible acercarse a Adolfo Hitler y pegarle un tiro durante su ascenso y permanencia en el poder y aun cuando la guerra llevaba impresa en su curso la catástrofe alemana. Había otras chances: explosivos, veneno, francotiradores, pero eran todas nulas.
Por Infobae
La historia registra cuarenta y cuatro atentados contra la vida de Hitler, en sus distintas etapas: conspiración, planeamiento, ejecución a medias o frustrada, intentos chapuceros o imposibles de llevar adelante. De todos, sólo tres pusieron en real peligro su vida. Y Hitler tuvo suerte. Mucha. Una de las bombas que debió matarlo fue desplazada a último momento de sus pies y colocada, estaba en un portafolio, del otro lado de una gruesa pata de madera de la mesa donde la jerarquía militar nazi seguía los avatares de una guerra encaminada a la derrota. En otro atentado, Hitler se fue antes de que estallara una bomba colocada a sus espaldas. En el tercero, el mecanismo de detonación de un explosivo que viajaba en el avión personal del Führer se congeló en pleno vuelo y adiós explosión.
El resto de los atentados podrían integrar una antología del disparate o una recopilación de esos anhelos que se confunden con la realidad y caen en el fracaso. Hitler atribuyó siempre un carácter divino a su simple y terrenal buena fortuna; un mensaje del destino que así consagraba su misión de salvar a Alemania. No era tonto. Sabía que no bastaba sólo con el destino y vivió en alerta constante. Al final, Hitler decidió cómo y cuándo morir y lo hizo por propia mano y por vía doble: cianuro en la boca y balazo en la sien.
El primer atentado
El primero de los golpes de suerte que salvaron la vida de Hitler está ligado a sus orígenes como agitador en Múnich. La noche del célebre intento nazi de golpe de Estado, que nació, se forjó y estalló en la cervecería Bürgerbräukeller el 8 de noviembre de 1923, Hitler entró al salón en compañía de dos guardaespaldas, los tres con sus pistolas que apuntaban al techo; Hitler disparó un balazo al cielorraso con su Browning y anunció que el gobierno bávaro quedaba disuelto, que nacía otro presidido por él y con Erich von Ludendorff al frente del ejército. No fue así. Los golpistas fueron incapaces de tomar edificios del gobierno y de controlar los cuarteles: ni el ejército ni la policía se habían unido a ellos. Hitler propuso salir a la calle, a tomar el poder por asalto, y estalló entonces un violento enfrentamiento entre complotados y las fuerzas policiales. Cuando los balazos cesaron habían muerto catorce conspiradores y cuatro policías. Entre los muertos figuraba uno de los jefes del golpe, Erwin Scheubner-Richter; la bala que lo mató y que pudo haber cambiado el curso de la historia, iba dirigida a Hitler, pero pasó treinta centímetros a su derecha. En el tiroteo quedó herido en la ingle Herman Göring, brazo derecho del jefe nazi. Su recuperación lo convirtió en un adicto a la morfina, que sólo abandonó ya preso de los aliados, en mayo de 1945 y antes de ser condenado a la horca en Núremberg, sentencia que eludió con una pastilla de cianuro.
Dieciséis años después de aquella noche, Hitler, Alemania y el mundo eran otros. Hacía seis años que el líder nazi se había convertido en canciller y hombre fuerte del Reich; la Segunda Guerra Mundial había estallado dos meses antes y el Führer tenía ya desplegados sus planes para apoderarse del oeste de Europa, en especial de la de la odiada Francia y de la orgullosa Gran Bretaña.
La fallida Operación Valquiria
Hitler tenía que saber que parte de sus generales conspiraban. El almirante Wilhelm Canaris, jefe de la marina y del contraespionaje militar, había rechazado furioso cualquier idea que contemplara el derrocamiento de Hitler o su asesinato. Su lealtad lo obligaba a informar al canciller del Reich de esos planes. ¿Lo había hecho? Los conspiradores suponían que sí, de allí sus temores. La idea de asesinarlo durante uno de los almuerzos de camaradería en los días previos al acto en la legendaria cervecería, quedó en la nada. Cinco años después, Canaris sería uno de los cabecillas de la fracasada “Operación Valquiria”, el complot que llevó al coronel Klaus von Stauffenberg a poner una bomba en la mesa de guerra del refugio de Hitler: lo ahorcaron en 1945.
Sobre las ocho y media de la noche de aquel 8 de noviembre, en la Bürgerbräukeller iluminada y con la guerra mundial en marcha, Hitler recordó viejos tiempos, viejas glorias, aquel antiguo fracaso muniqués que le había abierto el camino al poder; se enfrascó en un discurso vehemente bajo el mismo cielo raso al que había disparado con su Browning y con la espalda vecina a una de las columnas del local. Cada año hacía lo mismo en una ceremonia que incluía una posterior charla casi ritual con la vieja guardia nazi y que duraba siempre hasta las diez y media de la noche. A su lado celebraron sus palabras Göring, Joseph Goebbels, su jefe de propaganda, Hans Frank que ya era gobernador general de la Polonia ocupada por los nazis, y Joachim von Ribbentrop, flamante ministro de Asuntos Exteriores del Reich, que tres meses antes, con la guerra en ciernes, había firmado un pacto de no agresión con Viacheslav Molotov, canciller de la URSS de José Stalin.