Con Le dedico mi silencio –que será su novela póstuma– hemos sentido un retorno al Vargas Llosa de sus primeros tiempos, de narrador de la peruanidad, el que nos sedujo en los años sesenta con La ciudad y los perros y La casa verde. Leerlo es como acompañarlo en este su último viaje literario de vuelta al Perú.
Cuatro años después de Tiempos recios, esa convincente novela histórica sobre el drama político-militar guatemalteco de 1954, el autor nos ofrece de nuevo una utopía, como acostumbra. Esta vez, teniendo como objeto la música y concretamente el vals peruano, que lo apasiona desde siempre como “un amor no confesado”.
En la novela transcurren en paralelo dos relatos (estructura usual del autor), uno tiene como protagonista a un cronista, de enfático nombre, Toño Azpilcueta, cultor fervoroso de la música vernácula. Éste, inspirado al observar cómo los valses y las marineras vibraban por igual en los callejones pobres de Lima y en las mansiones encopetadas, soñó que la música podría integrar a la sociedad peruana hondamente clasista, pero perdió los cabales perfeccionando esa idea en un libro.
El otro relato es casi un ensayo cultural sobre el Perú, nos lleva de la mano por sus raíces ancestrales, sus expresiones musicales. Incluye una indagación sobre el fenómeno de la llamada “huachafería”, ese rasgo autóctono peruano, que resume cursilería, sensiblería, elegancia y que cruza transversalmente a todos los estratos de la sociedad.
Con esta obra, Vargas Llosa pone punto final a más de seis décadas de fecunda ficción, al producto de sentarse cada día del año desde las 7.00 am hasta la 1:00 pm frente al teclado, metódicamente, sin pausa, como le escuchamos decir hace muchos años en su morada de Londres.
Esta será la última novela del último sobreviviente del Boom Latinoamericano y, como tal, el epílogo de esa fabulosa revolución literaria que agitó profundamente el modo de narrar en nuestra lengua.