Fue un personaje fascinante, contradictorio, brillante, un político joven, audaz, astuto y decidido que le dio impulso a la década del’60, aquellos años que prometían paz y flores y terminaron en sangre y naufragio. Tal vez la tragedia de aquellos años se haya iniciado con el asesinato del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, el 22 de noviembre de 1963, hace hoy sesenta años.
Por infobae.com
Su muerte joven, a los cuarenta y seis años, la brutalidad del crimen, le volaron la cabeza de un disparo en la calle que bordea la Plaza Dealey de Dalla, Texas, a plena luz del mediodía y mientras encabezaba la caravana que lo llevaba al Trade Mart Center de la ciudad; la oscuridad que rodeó y rodea aún hoy el crimen y a su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, que fue asesinado a su vez dos días después en el sótano del departamento de policía de la ciudad; la historia oficial del asesinato escrita y firmada por una comisión supuestamente independiente, la Comisión Warren, encabezada por el titular de la Corte Suprema, Earl Warren y convocada por el sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, que determinó que había habido un solo tirador y que había sido Oswald; la enorme cantidad de evidencias que refutaron ese informe, aumentaron el misterio del crimen y desataron decenas de teorías conspirativas; todo esto, y más, hacen del crimen de Dallas uno de los hechos más trascendentales del siglo pasado. Y convirtieron a Kennedy en un mito y en un enigma.
Diferente es detallar las posibles causas de su asesinato, porque citarlas es reflejar también cuáles fueron los actos de gobierno de aquella administración de gente joven, convencida de que la antorcha había pasado a una nueva generación de americanos, son palabras de Kennedy, sin avizorar acaso que las viejas generaciones estaban al acecho. Una de las ironías más feroces que Kennedy decía a sus íntimos era: “¿Se dan cuenta de que soy el único obstáculo entre Nixon y la Casa Blanca?” Richard Nixon, a quien Kennedy había derrotado en las elecciones de noviembre de 1960, juró como presidente de Estados Unidos en enero de 1969, cinco años y dos meses después del asesinato en Dallas.
La personalidad de Kennedy es más rica que su asesinato. Fue el primer presidente católico de Estados Unidos, el primero nacido en el siglo XX y el más joven en llegar a la Casa Blanca: tenía 43 años cuando ganó las elecciones de 1960 y cuando asumió en la helada mañana del 20 de enero de 1961. Fue también un aventurero sexual, promiscuo, imprudente, protegido por funcionarios y periodistas; un político que aprendió el oficio de presidente sobre la marcha, el primero del continente en descubrir la importancia de la televisión en la política (triunfó sobre Richard Nixon en el primero de los debates televisados en la historia norteamericana) y un estadista interesado por los derechos humanos cuando esos derechos casi no se mencionaban como tales. Sin embargo, toleró, sino impulsó, los planes de la CIA para asesinar a presidentes extranjeros, en especial a Fidel Castro. Tuvo el coraje de comprender, de arrepentirse y de iniciar un amago de conversaciones con el líder cubano, dos meses antes de Dallas. Kennedy creía que el anticomunismo era la cruzada del siglo, pero estuvo siempre comprometido a preservar la paz, consciente de que en una guerra nuclear, “los que queden vivos envidiarán a los muertos”.
Había nacido en Brookline, Boston el 29 de mayo de 1917, era el segundo de los nueve hijos de Joe y Rose Fizgerald: un clan familiar dedicado a la política y golpeado por la tragedia. El jefe de esa familia había sido embajador de Estados Unidos en Londres, un cargo que lo colocaba en la línea de partida de una carrera hacia la Casa Blanca, pero que sucumbió en el fracaso por ciertas simpatías de Joe Kennedy por Adolfo Hitler, en los tumultuosos años de su ascenso al poder en Alemania. EL jefe del clan dispuso entonces que sería su primogénito, Joseph Kennedy Jr., quien se dedicaría a la política con los ojos puestos en la presidencia. Pero Joe cayó en combate en la Segunda Guerra, a los veintinueve años y como piloto de un bombardero Liberator, en los cielos de Inglaterra.
Kennedy también fue un héroe de guerra. Comandó una lancha torpedera en el Pacífico, la PT-109, que fue embestida por un crucero japonés. Kennedy salvó a su tripulación, la condujo a una isla y se las ingenió para pedir auxilio a través de los nativos. Regresó de la guerra condecorado con el Corazón Púrpura del Cuerpo de Marines de Estados Unidos y con una seria afección en la espalda que lo llevó de cabeza al consumo de anfetaminas recetadas y aplicadas con pocos escrúpulos por el doctor Max Jacobson, conocido como el doctor “Feelgood (Me siento bien)”, por el alivio inmediato que provocaban. A los críticos de Jacobson, entre ellos el médico personal de Kennedy, George Buckley, y ante los avisos de lo dañino que podían ser aquellas inyecciones Kennedy, que soportaba intensos dolores, contestaba con una bravata típica de su carácter: “Me da igual si es pis de caballo: funciona”.
Fue un hombre de una salud frágil. Había estado a punto de morir en la infancia por culpa de la difteria; era alérgico, padecía asma, gripes frecuentes, colon irritable y un estómago débil que lo llevó a menudo a seguir una dieta blanda. Su afección en la columna se agravaba con los años y Kennedy estaba convencido de que su segundo gobierno, se lanzaba a la reelección en 1964, lo iba a presidir desde una silla de ruedas.
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