Livia Pieruzzini y Gustavo Morón recuerdan con precisión que el último contacto que tuvieron con su hija fue a las 7.36 de la noche del 21 de octubre. Leomarly Morón estaba por embarcarse junto a su esposo, su hija y un primo en una precaria lancha que los llevaría desde la isla colombiana de San Andrés a la cercana Nicaragua. Se la escuchaba asustada, consciente de los peligros por delante. Pero no había vuelta atrás: había vendido todo en Venezuela para costear este viaje y buscar una mejor vida en Estados Unidos. “Mamá, échame la bendición que me voy”, pidió Leomarly. “Dios te acompaña hija, Dios va delante de ti”, respondió la madre. Desde entonces, nada se ha sabido de los 39 migrantes y dos tripulantes que viajaban en esa lancha.
Por El País
La pareja, de la ciudad llanera de Guanare, ya suma 56 días en la búsqueda de su familia. Hace un mes que decidieron trasladarse a Bogotá para tratar de “hacer algo” que les permita reencontrarse con Leomarly, Gonzalo, Nicole y Rosmer. Comienzan a las cinco de la mañana en la casa de una prima de Livia, toman unos cafés y salen a recorrer Bogotá junto al abogado jubilado Gonzalo Asocar y otros familiares de migrantes. Tocan todas las puertas: desde la Procuraduría hasta el Congreso o las embajadas. “Sabemos que nuestros familiares no están muertos”, explican al unísono en conversación con este periódico. Han logrado que el tema no desaparezca de la agenda. Pero los días pasan y la necesidad de regresar a Venezuela es cada vez más apremiante.
La decisión de migrar
Leomarly y Gonzalo Méndez, una periodista de 27 años y un ingeniero de 30, nunca habían querido migrar. No importaba que familiares y amigos hubieran optado por este camino para escapar de la crisis económica —casi ocho millones de venezolanos han emigrado en los últimos años, según la ONU—. Los dos habían preferido buscar mecanismos para reinventarse en Guanare, la ciudad en la que se conocieron como niños y se enamoraron como adolescentes. Hacían encomiendas a Barquisimeto y Barinas, tenían carritos de perros calientes y manejaban un negocio de víveres frente a la casa de Livia y Gustavo. Pero en junio de este año se cansaron de intentarlo. Trabajar tantas horas no tenía sentido si nunca llegaban a fin de mes.
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