Su abuela perdió la memoria y dejó de reconocerlo pero encontró la forma de volver a conectar con ella

Su abuela perdió la memoria y dejó de reconocerlo pero encontró la forma de volver a conectar con ella

Andrés junto a su abuela Sofía, cuando empezaron a reencontrarse

 

Cuando era chico, Andrés Serebrenik había tenido una relación mágica con su abuela Sofía, pero el tiempo, las peleas familiares y el ego (de él) los habían alejado. Volvió a acercarse cuando le avisaron que ella tenía un principio de Alzheimer y que estaba muriendo así, perdida

Voy a empezar a contar esta historia como si fuera un cuento para niños. Es la historia, escuchen, entre un nieto y su abuela.

Por Infobae

Había una vez un nene que creció muy cerca de su abuela. La abuela Sofía -así se llamaba- tenía algo especial: sabía hacer magia.

Cada vez que los padres del nene se iban de viaje y él se quedaba al cuidado de ella, la magia sucedía. Cuando el nene estaba distraído, la abuela abría una ventana, ponía cara de sorprendida y le pedía que corriera a ver debajo de su almohada. El nene corría: debajo de su almohada aparecía siempre un nuevo libro de Asterix.

Habían inventado una palabra para eso que sucedía: en vez de decir “¡magia!” decían “¡majalaia!”

El cuento sigue, aunque entra en unas páginas tristes, porque el nene crece, la abuela también y de la magia no queda nada.

El nene empieza a trabajar en la televisión, los espejitos de colores lo marean. La abuela empieza a apagarse.

Andrés junto a su abuela Sofía

 

La música

La abuela Sofía estaba por cumplir 93 años y tenía un principio de Alzheimer. Estaba aplomada, rendida en una mecedora de mimbre y con la mirada perdida.

La mujer había pasado cuatro décadas en un luto eterno. Su marido, Bernardo, había muerto en los 80, ella había llenado el vacío con sus nietos, pero cuando sus nietos crecieron y se alejaron, el piso se le abierto bajo los pies.

El luto la había hecho dejar de cocinar, dejar de bailar. De los brownies de chocolate no quedaba nada. De la abuela que había bailado animada en el Bar Mitzvá de Andrés, menos.

“Yo me sentaba al lado de ella y me decía a mí mismo ‘sos un pelotudo, te perdiste a tu abuela, no te no te reconoce más, se va a morir’. Ella me agarraba de la mano, me miraba y yo me ponía a llorar. La sensación era que me estaba diciendo ‘ya está, ya me estoy yendo, quédate con lo que puedas”.

Pero Andrés siguió tocando.

Tocó y cantó “Hava Nagila”, un clásico judaico. Al principio la abuela le decía “basta”, “salí”, “callate”, hasta que pasó lo que se ve en el primer capítulo de lo que terminó siendo una serie.

Andrés está tocando el acordeón, la abuela está mirando un punto fijo. De repente, él la mira, ella le devuelve la mirada y empieza a cantar. La abuela Sofía le da la mano, lo acaricia, le da un beso: vuelve.

“Fue como si en ese momento se hubiera como…destapado. Como si a algo que está trabado le ponés WD-40 y empieza a andar otra vez”, sigue él.

Andrés empezó a grabar esos encuentros, sólo para que le quedara registro de ella. Jugaron a hacer un programa de televisión juntos, en el que ella usaba de micrófono un cepillo de pelo, de esos redondos que se usan para hacer brushing.

“Empecé a tener la sensación de que todo lo que iba pasando la estimulaba. Y que si yo seguía tirando de ese hilo mi abuela iba a seguir volviendo. Me di cuenta de que había algo que le encantaba, y que era esto de querer grabarse, cantar, saludar al público. Arrancábamos el programa y daba consejos de amor, le gustaba dirigirse a una audiencia”, sonríe él.

Jugaron a hacer propagandas: por ejemplo, un “Llame ya” para buscarle novia a Andrés, “que es bueno, aunque tiene la nariz un poco larga”.

Durante dos años Andrés fue casi todos los días. Subía después algunos videos a sus redes sociales, por lo que mucha gente empezó a reconocerla.

Así los invitaron para hacerles una entrevista en la Televisión Pública y ella, que era amante de las novelas de la tarde, terminó parada frente al televisor con su andador, viéndose.

Haciendo música con los adultos mayores que forman parte de su nueva vida

 

La nueva vida

Cuando el deterioro ya la había arrasado la llevaron al geriátrico Ledor Vador, en Chacarita. Fue lo que pasó durante los últimos días de la vida de la abuela lo que terminó cambiando el rumbo total de la vida de Andrés.

“Yo le iba a tocar el acordeón al geriátrico pero casi siempre estaba dormida. Entonces salía de su habitación y le terminaba tocando a los otros, que a veces estaban con algún familiar”.

Esos otros no eran sólo personas mayores. La abuela Sofía ya estaba en cuidados paliativos, por lo que eran personas con mucho deterioro. A las enfermeras, a la psicóloga y a los directivos del lugar les empezó a llamar la atención: “Me decían ‘empezás a tocar y se conectan, de repente como que pasa algo’”.

Lo llamaron entonces del geriátrico para empezar a hacer lo mismo, con el acordeón de siempre. Después de otras instituciones. Hasta que empezaron a pasar los años y Andrés volvió a mirarse: su nueva vida ya no orbitaba alrededor de la televisión sino de personas de 80, 90 años.

Entonces, ¿por qué no pensar cosas nuevas? Y empezó a tirar ideas.

“Hay un grupo en un Hogar que conocí en pandemia. Cuando los vi por primera vez no se hablaban y estaban cada uno en la puerta de su habitación, así, mirando para abajo. Con ellos armamos un coro. Les pusimos ‘Shleppers’, que quiere decir ‘Los Crotos’. Ahora hacemos funciones y ellos cantan, los tenés que ver cada uno con su carpetita…”.

En otro geriátrico armó una banda, al estilo Buena Vista Social Club: Regina, que tiene 91 años, toca el piano. Héctor, de 88, el clarinete. Raquel canta coplas y hace la percusión con una cajita norteña. Andrés los acompaña con el acordeón.

En otro, pensó: “Che, hay cosas que los mayores no hacen porque es difícil llegar”. Entonces se le ocurrió hacer una huerta a la que se puede acceder con una silla de ruedas: pequeño detalle.

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