Todo salió peor que mal. Fue un desastre peor que una catástrofe. Y duró apenas setenta y tres segundos. En ese lapso breve, un pestañeo en la historia de la carrera espacial, ante los ojos de miles de testigos y de millones de espectadores que seguían ansiosos lo que sería una hazaña, el orgullo de la NASA, la nave insignia de la agencia espacial americana, la “bestia de carga” de los vehículos espaciales, como le llamaban con orgulloso cariño, se deshizo en el aire, estalló como el artificio pirotécnico de un día de fiesta, iluminó el cielo claro del centro espacial, se desintegró y se cobró la vida de los siete astronautas que iban a bordo.
Por Infobae
A las 11.38 de la mañana del 28 de enero de 1986, hace ya treinta y siete años, el transbordador Challenger y su misión STS-51-L,3, según el críptico idioma técnico, quedaba borrado de la faz de la Tierra a la que pensaba dejar atrás para poner en órbita dos satélites de comunicaciones que serían nexo entre otros satélites y los controles en tierra. Otro satélite a colocar en órbita debía estudiar el tenaz andar del cometa Halley.
Pero el Challenger tenía otra misión simbólica más entrañable. Uno de sus tripulantes, la maestra Christa McAuliffe sería la encargada de dar la primera clase espacial de la historia, como parte del Proyecto Maestros en el Espacio de la NASA. Sus alumnos de la secundaria Concord, de New Hampshire, estaban pegados al televisor cuando el Challenger estaba a punto de despegar. Gran parte de las familias de los siete astronautas miraban el lanzamiento desde un palco especial en el Centro Espacial de Cabo Cañaveral, Florida, la cuna de los grandes sueños estelares de Estados Unidos, y fueron todos testigos del desastre.
Una tragedia aérea, dicen los expertos, tiene tres posibles causas: un error humano, una falla técnica, un clima hostil. En el fallido vuelo del Challenger se dieron las tres condiciones para el desastre. La noche anterior al despegue, los ingenieros de la empresa Morton Thiokol, fabricantes de partes del impulsor de la nave, lanzaron una advertencia: las bajas temperaturas podían alterar el funcionamiento de unas juntas encargadas de sellar los tanques de combustible. Sin embargo, por presión de la NASA, pero esto se supo después, terminaron por ceder y autorizar el despegue: error humano. En efecto, el clima frío del invierno a veces apacible de Florida, había afectado a las famosas juntas selladoras: el factor clima. Y las juntas fallaron: la falla técnica.
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