El 13 de diciembre de 1973, Claude Vorilhon, un francés de 27 años, salió a caminar un rato por las afueras de su ciudad. Se hizo de noche. De pronto, un destello. Una especie de estrella que se aproximaba. Creyó que se trataba de un fenómeno celeste. Cuando la tuvo suficientemente cerca y cuando el encandilamiento cedió, el hombre descubrió que se trataba de una nave extraterrestre que aterrizaba frente a él. El aspecto del ovni no lo asustó, era familiar. Era el típico platillo volador que imaginaban las películas de ciencia ficción de clase B.
Por infobae.com
Encuentro cercano
Por una escalerilla apareció el extraterrestre, un Elohim. Claude estaba a punto de dejar de llamarse así pero todavía no lo sabía. El aspecto del visitante era el de un terrestre, algo más bajo nada más. Cabeza, dos brazos, dos piernas. Ojos almendrados. Y vestido de verde (“No, no son verdes; eso sí se parecen más a los japoneses que a los europeos”, declaró Vorilhon tiempo después). Se observaron, quietos, durante unos segundos. El recién llegado comenzó a hablar. En un correcto francés.
Le explicó que había sido elegido, que su misión sería difundir el mensaje. Por eso dejaría atrás su nombre –y su vida pasada- y a partir de ese momento se llamaría Raël, el Mensajero. Ese mensaje era que toda la humanidad fue creada por estos extraterrestres, los elohims; que lo que las diferentes religiones llamaron Dios de diferentes maneras, eran en realidad los elohims, habitantes de un planeta lejano, que 25.000 años atrás dieron forma a los terrícolas a su imagen y semejanza a partir de su propio ADN. Los humanos habían sido creados en un laboratorio extraterrestre.
A partir de ese momento, el hombre fue a los medios de comunicación a desperdigar el mensaje.
El caso vuelva a instalarse en la discusión y el interés público gracias al estreno de Raël: El Profeta de los Extraterrestres, una miniserie documental de cuatro capítulos que recientemente estrenó Netflix. Además de material de archivo hay entrevistas con seguidores, detractores, periodistas y el mismo Raël.
Claude Vorilhon se había escapado de su casa en la adolescencia. Primero trató de ganarse la vida como cantante. Su nombre artístico: Claude Celler. Editó seis singles con un éxito discreto, módico. Su carrera finalizó debido a la impavidez del público y el suicidio de su mecenas. Luego se dedicó a otra de sus pasiones: los autos de carrera. Consiguió un trabajo como tester y en 1971 fundó su propia revista de automovilismo: Autopop. Las ventas nunca terminaron de despegar. En el medio tuvo dos hijos.
Furor por los ovnis
A principios de los años setenta, la ufología causaba un enorme interés. Los supuestos avistajes se multiplicaban y el tema llegaba a la tapa de las revistas y a los programas de televisión de todo el mundo. El boom de los ovnis (que tendría una réplica pocos años después con el estreno de Encuentros cercanos del Tercer Tipo). En el momento en que Raël surgió, sólo en Francia había habido en los últimos años miles de presuntos avistajes.
Vorilhon iba a cada programa televisivo al que lo invitaban. Barba cerrada, frondosa, mirada inclinada y un hablar enfático (hay algo en la fisonomía de ese joven Vorilhon que recuerda a Sergio Shocklender). Contaba su experiencia con energía y solía hablar encima de los periodistas que descreían. “Mire si voy a inventar algo tan estrafalario, tan retorcido. Es imposible inventar una historia así”, decía. Publicó El Libro que Cuenta la Verdad, su primer libro. Fue un éxito de ventas ayudado por sus frecuentes apariciones mediáticas. Pero cuando unos meses después el interés en él parecía decrecer, subió la apuesta. Apareció el segundo libro, Los Extraterrestres Me Llevaron a su Planeta. El título no era engañoso. Allí contaba como los extraterrestres lo habían vuelto a buscar y lo había llevado a su Elohim, su planeta. En ese lugar se sentó a la mesa con Abraham, Buda y Mahoma, entre otros. También conoció a Jesús, del que dijo que era su hermano. Le informaron que él, Raël, era el profeta 40, el último de todos.
Contó que participó de una orgía con robots biológicos. Mientras descansaba en su habitación en el planeta Elohim, se le acercaron y le dijeron si quería estar con una mujer. Así fueron desfilando ante él robots de apariencia absolutamente humana: una morocha despampanante, una rubia pulposa, una pelirroja, una china, una japonesa y una mujer de color. Cuando le preguntaron a quién elegía, Raël no se pudo decidir. “Son todas hermosas”. Y pidió que las seis fueran a su suite del hotel extraterrestre. El deseo le fue concedido. “Fue la noche más alocada de mi vida”, escribió en su segundo libro.
Los extraterrestres le hicieron un pedido más, una especie de exigencia inmobiliaria. Raël debía asumir el compromiso de construir La Embajada. Es decir, una enorme vivienda en la que los Elohim pudieran quedarse cuando fueran a visitar a los humanos. Las indicaciones fueron precisas, detalladas, como las de la esposa despechada de un millonario que pretende vengarse de un desaire haciéndole construir una casa de fin de semana a su gusto. Las especificaciones: debía estar en un país apacible, con un clima benigno, siete habitaciones en suite siempre listas para recibir invitados, una sala de reuniones y un comedor con capacidad para 21 personas, árboles, paredes altas, las instalaciones alejadas al menos a mil metros de los muros de delimitación para ahuyentar curiosos y una gran piscina. En la terraza de la vivienda principal había que construir un ovnipuerto, es decir dejar preparada la superficie para que la nave espacial de los Elohims descendiera allí. Los extraterrestres tenían también una pretensión diplomática: exigían que esa propiedad fuera considerada territorio neutral o que al modo de las embajadas tradicionales esa superficie fuera jurisdicción propia y no del país en el que estaba. Es decir: que allí sólo tuviera validez la ley raeliana.
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