Durante el primer siglo de nuestra era, en el oriente del Imperio romano, un hombre atractivo, con barba y pelo largo que solía vestirse con una túnica de lino, atraía a multitudes allá a donde iba.
Por BBC Mundo
Algunos se le acercaban pues sabían de su milagroso nacimiento, o porque su carisma invitaba a escuchar sus enseñanzas: los instaba a vivir por lo espiritual, no lo material.
Además, sanaba a los enfermos, exorcizaba demonios y hasta resucitaba muertos.
Sus discípulos estaban convencidos de que era divino. Pero también tuvo enemigos, quienes lo entregaron a las autoridades romanas, que lo sometieron a juicio.
Al final de su vida en la Tierra, ascendió al cielo, pero luego regresó para mostrarles a los fieles que seguía viviendo en el reino celestial.
Se llamaba Apolonio y era descendiente de una familia antigua y rica de la ciudad griega de Tiana, Capadocia (hoy Kemer Hisar, Turquía).
Y sí, mucho de lo contado sobre él se parece a lo relatado sobre su contemporáneo Jesucristo.
Tanto que durante siglos se discutió qué historia tomó prestados detalles de la otra, sin llegar a un consenso.
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