¡Como una casa! Si, así como lo leen. Así debe funcionar un país. Como lo hace una buena familia. Y que conste que lo de buena, no depende de dinero, sino de reglas de convivencia, de normas que se acatan, se practican y se cumplen rigurosamente en el seno de un hogar, sea cual sea su posición social y sus creencias religiosas.
Es en el hogar en donde se nos imparte una educación que jamás se olvida y que se nota cuando de verdad se tiene, porque es evidente como el florero que adorna una sala. La educación para respetar a los demás. Para saber decir gracias, con permiso, o buenos días, según sea el caso. La educación para expresarnos correctamente. Para ser solidarios, humildes cuando se triunfa y magnánimos cuando se tiene poder. Esa educación familiar, que no se consigue ni en las mejores universidades del mundo.
Cuando en un hogar se imponen normas de convivencia, se hace más llevadera la vida. Se tiene idea de a qué hora se sirve el desayuno, el almuerzo o la cena. ¡Como son los modales para sentarse a la mesa, cual es el ritmo de conversación, ahora interrumpido y alterado por la aparición de las tecnologías! Son las costumbres hechas hábitos que nos hacen practicantes de actitudes que van desde arreglar la cama, ordenar la ropa que nos quitamos o cambiamos, ajustarnos a un horario para hacer las tareas, las diligencias y cumplir con los saludos a los seres queridos cuando estamos al tanto de sus onomásticos. Si en la familia el padre o la madre se dirigen con palabras obscenas a los miembros de la familia, si son indolentes con el sufrimiento de los vecinos, si se muestran apáticos o indiferentes a la hora de participar en la búsqueda de soluciones para sus respectivas comunidades, es inevitable que tales conductas impacten a los demás.
Si cotejamos ese cuadro familiar con lo que debe ser un país y la conducción de una nación, pues tendremos que concluir que cuando en un país se alteran las leyes de manera caprichosa por los gobernantes de turno, ese país está destinado o condenado a presentar inmensas dificultades de convivencia entre sus ciudadanos. Entonces surge esa máxima que indica que cuando las instituciones de una nación
son endebles no es posible esperar que ese país funcione adecuadamente. En conclusión, si los tribunales de justicia, llamados a impartirla con ecuanimidad o equidad, más bien aplican sentencias espurias, resultaría una necedad pretender aparentar que las cosas operan bien, simplemente porque así lo declaramos en nombre de la república.
Si comparamos al padre de familia con quien desempeñe la responsabilidad de ser Presidente de una Nación y observamos que ese Presidente procede como un pendenciero, agrede a mansalva a sus adversarios políticos, dispone a placer y sin decoro de los dineros que se les confía administrar, atropella y pisotea los principios más importantes en una democracia, violando flagrantemente la Constitución Nacional, definitivamente, ese país no estará bien enrumbado. Queda clarísimo para mí, que, para salir adelante de forma satisfactoria, se hace indispensable contar con más familia, ¡más educación y reglas de convivencia para todos!