Me encontraba en Múnich cuando las emisoras de radio comenzaron a transmitir, con dolor y furia, el ruido de taladros rompiendo calles berlinesas para construirlo. Y en 2011 pude compartir en Berlín la conmemoración del 50º aniversario del infausto inicio.
Construido el Muro, confieso que no me ponía el problema de su extinción, como tampoco el de la caída del comunismo que el mismo simbolizaba, porque “problema que no tiene solución no es problema”. La duración del dominio soviético -aunque realidad histórica y, consiguiente temporal- se proyectaba como algo de impredecible término por la naturaleza del sistema totalitario. Su defunción fue, con todo, sorpresiva; un tsunami popular se desencadenó de repente para tumbar el muro, en lo cual hasta algunos de los guardias que lo aseguraban colaboraron en el desmantelamiento. Claro está, factores de resistencia trabajaban en silencio y con paciencia, pero….
En mi imaginación yo no concebía un ocaso pacífico del muro y del sistema que simbolizaba. La STASI (organismo de seguridad) y la nomenklatura férrea no podrían desaparecer en paz; me figuraba un cambio bien conflictivo, pintado con bastante sangre, con innumerables víctimas y consecuencias desastrosas. Ya había presenciado la “Cortina de hierro”, con su instrumental amenazante y disuasivo, también en zona agrícola, en la frontera de la Alemania Federal con Checoeslovaquia.
¿Qué paso entonces? Los creyentes utilizamos con frecuencia la palabra milagro para calificar hechos mundanamente inexplicables. Pues bien, cayó el Muro y no supe de ningún enfrentamiento, así como de ningún humano fusilado, ahorcado o cosa semejante. Hubo, en cambio, música, lágrimas pero de alegría, alborozo de rencuentros, fuegos artificiales … Parece que la tierra hubiese engullido de repente los bloques de concreto, los policías apertrechados y vigilantes para evitar fugas. La reunificación alemana comenzó a caminar presurosamente, superando diferencias y obstáculos.
Todo ello configuró un cuadro diferente a la caída de la ciudad de Berlín en 1945, en manos del avasallante ejército soviético. Bastantes films y videos están a pública disposición para percibir esa victoria-tragedia. Personalmente pude contemplar tiempo después un Berlín con más o menos 80 por ciento en el suelo. Con los previos inclementes bombardeos anglo norteamericanos y la avasallante entrada de la armada roja la esplendorosa capital del Reich quedó hecha una miseria. Hitler en su soberbia había preferido enterrarse con su imperio antes que perderlo. “Por las buenas o por las malas” lo proyectaba por mil años. “Había llegado para quedarse”, con la esvástica ondeando desafiante en suelo ario.
Hago memoria de estas cosas porque dicen que la historia es maestra de la vida. Y que quien no sabe de dónde viene no sabe hacia dónde va.
Venezuela vive hoy una situación sumamente crítica. Bajo una dictadura de corte totalitario, y urgida de cambio hacia una convivencia como la ordena la Constitución patentemente en su Preámbulo y sus Principios Fundamentales. Y, sobre todo, como Dios la quiere: libre, justa, fraterna, pacífica. La nación tiene ante sí unas elecciones bastante próximas en las cuales el soberano debe-debería libremente decidir.
¿Cómo serán el cambio y la transición? ¿Como la caída pacífica del Muro o como el suicidio del Fuhrer y el desmantelamiento de Berlín? Estos días y semanas son claves. ¿Se abrirá paso en el Régimen la racionalidad, un talante realista y humanista, o se radicalizará una voluntad continuista, represiva, excluyente y destructora?
Quien puntea hoy las encuestas tiene felizmente un espíritu amplio y una palabra dialogante, que responden a un anhelo nacional. Unas elecciones libres, en un ambiente de mutuo respeto, abrirían-deben abrir el camino al cambio-transición que la nación urge y Dios quiere: hacia Venezuela como ámbito de encuentro y casa común.