Si se hiciera una improbable antología de los últimos deseos de los condenados a muerte, el del británico George Haigh seguramente se llevaría todas las palmas. No eligió su comida preferida para una última cena ni pidió que lo dejaran fumar su cigarrillo postrero antes de subir al cadalso, sino que hizo una solicitud sorprendente: pidió y obtuvo -porque las autoridades carcelarias lo permitieron y la dama en cuestión aceptó el convite gustosa- que la célebre Marie Tussaud hiciese una copia de su rostro en cera y lo expusiera en la “Cámara de los Horrores” de su famoso museo de Londres. Para darle más realismo al asunto, Haigh también le ofreció un juego de sus mejores ropas para que vistiera al muñeco portador de su cara.
Por infobae.com
El pedido de Haigh encerraba cierta pretensión de inmortalidad, pero también -y sobre todo- una siniestra paradoja porque su especialidad como asesino en serie era la de disolver los cuerpos de sus víctimas hasta que no quedara de ellos el más mínimo vestigio. Por eso se lo conocía como “el asesino del baño de ácido”, responsable de por lo menos seis muertes y de hacer desaparecer sus restos sumergiéndolos en bidones llenos de ácido sulfúrico.
Esa búsqueda de celebridad post mortem tuvo éxito no solo porque la propia madame Tussaud se trasladó hasta la prisión de Wandsworth para tomar con sus propias manos la impronta de las facciones del asesino. También la logró por un hecho que Haigh no había previsto: su ejecución en la horca, el 10 de agosto de 1949, estuvo a cargo del más reconocido verdugo británico, Henry Pierrepoint, el mismo que pocos años antes había colgado de la soga a muchos de los más despiadados criminales de guerra nazis.
Pierrepoint dejó constancia de que se tomó la ejecución de Haigh como algo especial. “Llevé conmigo una correa especial para atarle las muñecas. Sólo la he utilizado una docena de veces. Siempre que la uso hago una anotación con tinta roja en mi diario particular. Es la única indicación de que me he tomado un interés especial en esa ejecución”, escribió en su diario.
Como una broma del destino, lo que “el asesino del baño de ácido” jamás imaginó -y nunca lo supo, porque no se lo informaron antes de matarlo- fue que su cuerpo también sería disuelto, aunque con un método diferente al que lo hizo famoso. Inmediatamente después de la ejecución, su cuerpo fue enterrado en un cementerio cercano a la cárcel, conocido como Potter’s Field, en un cajón de madera al que se le habían practicado varias perforaciones a través de las cuales los enterradores, antes de cubrirlo de tierra, lo llenaron de agua para acelerar la putrefacción de la carne.
Las crónicas de la época cuentan que más de quinientas personas se congregaron fuera de la cárcel de Wandsworth para presenciar la ejecución y luego siguieron el traslado del cajón con los restos de Haigh hasta el cementerio. No lo hicieron porque sintieran alguna simpatía por “el asesino del baño de ácido” sino movidos por la curiosidad malsana que había provocado la naturaleza de sus crímenes. De alguna manera, hasta en el camino hacia la tumba, logró así la atención del público que buscaba.
Sin embargo, esa imagen de asesino desequilibrado que Haigh se había ocupado de cultivar -incluso relatando durante el juicio inexistentes actos de vampirismo- era una última y desesperada estrategia para escaparle a la pena de muerte. Porque el verdadero John George Haigh -su nombre completo, de acuerdo con el acta de nacimiento- no tenía nada de loco, sino que era un criminal frío, calculador y despiadado que había matado con la exclusiva intención de apoderarse de las propiedades y el dinero de sus víctimas.
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