Hacía frío. Y en medio de la isla desolada y por los pasillos huecos de la prisión de máxima seguridad de Robben Island el frío era más profundo, más devastador. Unos gritos feroces retumbaban contra el techo. Eran los guardias blancos, de físico imponente, escasa cultura y un desarrollado sadismo que daban la bienvenida a los nuevos y célebres prisioneros. Dis die Eiland! Hier gaan julle vrek! Gritaban en su idioma, el afrikáans. Era como un mantra, tenebroso y amenazante, vociferado por esos hombres que se mantenían al acecho, que desde el principio querían mostrarse como invulnerables, impermeables.
Por infobae.com
Esos gritos, que acompañaron a Nelson Mandela hasta que ingresó a su celda, significaban: ¡Esta es la isla! ¡Y acá van a morir!
Un día antes, el 12 de junio de 1964, sesenta años atrás, Nelson Mandela y otros seis de sus compañeros del Congreso Nacional Africano, el partido que propulsaba la eliminación del apartheid y de toda barrera racial, habían sido condenados a cadena perpetua. Se los acusaba de traición, sabotaje y sublevación contra las autoridades.
El fallo fue recibido con alivio por algunos de los sentenciados: el fiscal había pedido la pena de muerte, que fueran ejecutados en la horca.
Unos días antes de la sentencia, Nelson Mandela, abogado de su propia causa, realizó un alegato de casi tres horas. Es una de las grandes piezas oratorias del Siglo XX, se lo recuerda, especialmente, por sus palabras finales: “He anhelado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es una ideal por la que espero vivir y que espero lograr. Pero si es necesario, es una idea por la que estoy dispuesto a morir”.
Ya había conocido la cárcel. Varias veces fue detenido desde su juventud por su participación política, por oponerse a la injusticia. Mientras estudiaba derecho, fue el único alumno negro de su camada en la universidad. Sudáfrica era la tierra de la segregación, de los abusos y de las inequidades. La población negra era sojuzgada y postergada. No se les reconocían derechos civiles, no gozaban de derechos políticos (no votaban) y las necesidades básicas de la mayoría estaban insatisfechas.
Nelson Mandela dedicó su vida a luchar contra eso. Su accionar siempre estuvo dirigido a moldear una sociedad en la que se viviera mejor. Un espécimen político raro. No se dejaba seducir por el corto plazo. Sus objetivos eran enormes, bordeando lo inalcanzable, pero nunca desfalleció, aún cuando todas las perspectivas razonables indicaban que su empresa fracasaría.
No era la primera vez que Mandela estaba detenido en esa cárcel infernal, alejada de todo, separada por el agua del continente, como Alcatraz. Una prisión de máxima seguridad e ínfimas condiciones de vida. Lo habían enviado allí el año anterior por salir del país sin permiso y por incitar a la huelga a un grupo de trabajadores. Pero esta vez era diferente. Llegaba para quedarse mucho tiempo, quizá por el resto de su vida.
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