No obstante que durante los treinta meses transcurridos desde el inicio de la invasión rusa, los líderes occidentales han estado comprometidos en la defensa de Ucrania, su ayuda militar ha sido tardía, limitada, insuficiente. Entretanto, pese a las sanciones, la economía rusa crece saludablemente, su petróleo fluye sin dificultad, aprovechando el temor de Washington al aumento de precio del combustible en este año electoral, mientras el apoyo militar y tecnológico que recibe de China, Irán y Norcorea es consistente. Putin, que juega en serio, dedica un tercio de su presupuesto al ejército y capta a decenas de miles de rusos a sus filas con generosos salarios y dividendos.
Se aprecia un desbalance que ensombrece la situación de Ucrania, que la hace proclive a un arreglo de paz bajo las condiciones que fije Rusia, en las que ésta conservaría los territorios ocupados, que representan 20% del total y unos cinco millones de habitantes y le prohibiría el ingreso a la OTAN. Al menos, se presume, Putin no habría logrado su objetivo de capturar Kiev ni liquidar a Ucrania como nación. Tal finiquito se adelantaría si Donald Trump fuese elegido presidente.
Semejante desenlace de la guerra podría vulnerar la seguridad de las democracias occidentales y abrir la apetencia expansionista de Rusia y/o sus aliados. Por ejemplo, ¿No alentaría el “derecho” que se arroga Putin sobre Estonia, país miembro de la OTAN? En este o escenarios similares siempre bajo la sombra del fantasma nuclear. ¿Y cómo quedaría el rol histórico de Estados Unidos como el gran protector de sus aliados? Recordemos que el titubeo de su ayuda fue determinante en el fracaso de la crucial contraofensiva ucraniana prevista para el verano de 2023. ¿Contaría mañana EE.UU. con el respaldo de Europa ante un posible enfrentamiento con China, ahora gran socia comercial de Rusia? Son algunas de las interrogantes que plantearía la caída de Ucrania.