Desde Platón sabemos que rufianes y matarifes usan la libertad para imponer tiranías; y que la libertad y la democracia, por naturaleza, están siempre amenazadas. Es así que el terror bolivariano, al no alcanzar el poder en las intentonas golpistas de 1992, optó, estratégicamente, por la vía electoral para, desde dentro, destruirlas. Entonces, pudiera uno pensar que la historia no sirve para nada: los votos llevaron a los nazis al poder, en 1932; a los comunistas checoslovacos, en 1946; y al chavismo en 1998. Ante la reiteración de esta tragedia, se comprende que, citando la desdicha venezolana, Yuval Noah Harari advirtiera sobre el oscuro presagio de reelegir a Donald Trump. Que nadie aprende en cabeza ajena, parece ser la primera ley de la historia.
Estos rufianes y matarifes suelen camuflarse en un lenguaje justicialista para embaucar al pueblo; y en los resquicios de la “diplopatanería” que bien los protege. Unas veces, estos rufianes tienen ideas políticas, sociales y hasta económicas que pretenden imponer a rajatabla. La ciencia política, la historia, han dado cuenta de estos casos. Sin embargo, estas ciencias dan palos de ciego cuando se trata de malhechores carentes de tales ideas, que solo les mueve el establecimiento de un territorio cartelizado, que tampoco puede confundirse con infiltración narco o mera corrupción. Hablamos del sueño delirante de un Pablo Escobar: ya no una zona liberada sino un país cartelizado por sus cuatro costados. Un corredor global para el mal (narcos, terroristas, etcétera). Y, en mi criterio, la oposición, bien por pereza cósmica o falta de juicio, nunca definió a tiempo a este adversario, como nunca supo transmitir la magnitud de la destrucción moral y material que perpetraban contra la nación.
Pero esta crítica no es nueva. El cronista y periodista, ya fallecido, Óscar Yánez, lo refirió al exponer, en clave de humor, su teoría del ñu: dijo que muy grave sería que los corredores de San Fermín, o un matador o novillero, no distingan al ñu de un toro, porque no responden de la misma manera y podría resultar mortal. Por cierto, Yánez también dijo que los políticos opositores no entendían la dimensión de la iniquidad que enfrentaban y que, en esta tarea, fueron relevados por los humoristas. Basta una rápida mirada al trabajo de Chataing, Laureano Márquez, Weil, Edo, Pinilla, Rayma, Chappatte, entre otros, para captar el espíritu de la infamia bolivariana; su anchura brutal y grotesca escondida detrás de una fachada de revolución que no lo es de ningún modo; que es más una ocupación del régimen cubano con colaboracionistas locales que traicionaron al país por resentimientos y odios, a sabiendas de que engendrarían un monstruo y no al hombre nuevo por utópico que fuera.
Lionel Jospin, quien en 1981 fue primer secretario del Partido Socialista francés y, en 1988, ministro de educación nacional de Mitterrand, escribió que las revoluciones son breves, y que lo contrario no sería más que una vulgar y estéril agitación. La revolución es un acelerador que colma expectativas: “Pero el ímpetu de la revolución crea un vértigo y, en su propio seno, un día nace el deseo de una vuelta al orden. Entonces la revolución se termina”. Pero la revolución bolivariana es una mala simulación incapaz de crear una nueva realidad, mucho menos un nuevo orden, salvo una cotidianidad distópica y apocalíptica. Por lo cual estamos ante algo inédito que debemos repensar; si no, cuando despertemos seguirán allí como el dinosaurio de Monterroso.