Martínez Medina no murió en un campo de batalla, ni defendiendo una causa gloriosa. No. Murió después de ser testigo de mesa en unas elecciones presidenciales. En un país donde ser testigo de mesa parece más arriesgado que desactivar una bomba, Jesús tuvo la mala suerte de hacer su trabajo cívico en el momento equivocado, bajo la vigilancia del gobierno equivocado. Y como buen personaje de un relato de Vonnegut, terminó donde nadie quiere estar: en el limbo entre la burocracia y el olvido, en un hospital que más que salvar vidas parece un depósito de cuerpos en espera.
¿Qué nos queda, entonces? Un silencio pesado, como el que Kurt Vonnegut describe al hablar de los muertos: “ya no van a decir ni a querer nada”. Quizás Jesús tuvo suerte después de todo. Escapó del absurdo de este sistema que mata con balas, pero también con negligencia cronometrada. Porque si algo tiene este país, además de su humor negro, es un talento excepcional para hacer del dolor humano un trámite más.